martes, 28 de agosto de 2007

EL TITULO


· Nota del autor: Las instituciones y personajes a que se hace alusión en este breve relato son totalmente imaginarios y cualquier semejanza con la realidad no sería más que una coincidencia no intencionada.
A.D.B.

EL TÍTULO

I

Estaba sentado debajo de un mango en la agobiante tarde de verano. Cebaba su tereré con “remedio yuyo” y compartía una charla intrascendente con dos amigos mientras estiraba sus delgadas piernas en la tierra seca; sus pies desnudos se cubrieron con el rojo polvo de la tierra paraguaya.
Ernesto era un muchacho delgado y apuesto, de unos veinte años; blanco, con algo de indígena en su sangre y una mirada inocente en sus ojos apenas rasgados.
La noche anterior se había pasado con la cerveza y eso, en su cuerpo mal nutrido, le había dejado su pesadez dominguera (un letargo apenas mayor que el habitual) y un ligero dolor de cabeza.
Ernesto tenía tiempo, todo el tiempo del mundo para hacer nada. Cuando se despabilara un poco, se iría caminando por la ruta hasta la parada de los taxis, para seguir tomando tereré, esta vez con los taxistas, y charlar de fútbol. También enterarse a quién habían llevado borracho a su casa a la madrugada; a quién le habían robado ayer su vaquita y a quién le estaban metiendo los cuernos esta vez, o qué chica del pueblo se había ido a la Argentina para no volver. Sólo cosas de su pueblo rural; nada por demás interesante, pero que a Ernesto le ocupaban su tiempo vacío e impedían que, en una de esas, se pusiera a pensar. Total, no había nada en qué pensar ni nada que hacer.

Ernesto era un muchacho hábil. Sabía reparar una alambrada y podar un árbol; sabía cómo instalar un baño (incluso un baño “moderno”) o levantar una pared. Sabía todas las cosas que había que saber y que había mamado desde chico, ayudando a un amigo o trabajando en alguna changa. Pero ahora no tenía trabajo y, si no había unos Guaraníes[1] para tomarse una cervecita... ¿para qué iba a trabajar? Había unos vecinos que estaban necesitando una ayuda, pero no tenían plata y sin plata no hay trabajo.
Como a las cuatro de la tarde, y después de haber compartido una escasa comida con su familia (cuatro hermanos, dos hermanas, su madre –a su padre no lo conocía-y dos tías), Ernesto volvió a sentarse debajo del mango, esta vez saboreando una cerveza y escuchando la cachaca[2] que transmitían por la radio. Se había bañado y vestido con pantalones limpios y planchados y una camisa, y se había puesto un par de zapatos lustrados que hasta parecían nuevos. Como diría su mamá, estaba presentable.
Pasaban las horas y Ernesto seguía allí, en su sopor dominguero, sin tener adónde ir y sin tener nada que hacer, salvo saludar a algún vecino o discutir con su hermana mayor, que le insistía en que debía ponerse a estudiar. ¿Estudiar para qué? Si al profesor le bastaba con que respondiera cinco preguntas por escrito (que se iba a copiar de un compañero, a la vista del profesor) y le iba a aprobar su examen.
A Ernesto no le importaba estudiar, no le importaba pensar y mucho menos destacarse. A Ernesto le importaba que le dieran su título de Licenciado y largarse a la ciudad a buscar trabajo y dejar en el olvido ese pueblo cada vez más desolado, donde la miseria no estaba sólo en la mesa y en los bolsillos, sino en el alma de cada uno de sus habitantes.
La ciudad es otra cosa –pensaba Ernesto- En la ciudad hay muchas chicas lindas, hay trabajo... y hay dinero. Cuando sea Licenciado voy a trabajar en una oficina con computadora y voy a tener secretaria. Me voy a comprar un equipo de audio y, cuando vuelva al pueblo a visitar a mamá, voy a venir en mi coche nuevo...


II

Ernesto siguió vegetando en su pueblo cuatro años más. Concurría a su facultad todos los sábados y se sentaba en las distintas clases a pensar en lo que haría en la ciudad cuando se recibiera, y a veces, en la chica del pueblo que estaría esperándolo cuando llegaran las cinco de la tarde y terminara de aburrirse en la universidad.
Se copiaba los trabajos prácticos de unos compañeros que los habían copiado de otro compañero y, como no hablaba bien el castellano, los profesores pasaban por alto las barbaridades que decía y lo aprobaban. Era una forma fácil de pasar las materias y recibirse. Mientras estuviera al día con sus cuotas y demás gastos de estudio, él sabía que cuando terminara de cursar todas las materias del programa de su carrera, le sacarían más plata y le entregarían el soñado título que cambiaría su vida. Sólo era cuestión de seguir concurriendo y pagar puntualmente.
La U. P. A. M. –Universidad Tecnológica y Artística Mercantil- y su sistema de enseñanza eran extremadamente flexibles en cuanto hace a las exigencias que pesaban sobre sus alumnos. En los papeles, era una universidad seria y progresista que llevaba la educación superior a cada rincón del Paraguay para que los jóvenes tuvieran acceso a ella sin moverse de sus pueblos, pero en la realidad del día a día, se trataba de un negocio muy bien montado en el que lo único que importaba era el dinero que ingresaba a sus arcas. Lo que menos le interesaba a esa universidad era el alumno y su formación académica.
Para Ernesto era una forma fácil de pasar las materias y recibirse. Sí, era fácil, pero convertía su vida de estudiante en una comedia triste, sin desafíos, sin entusiasmo, sin siquiera un amago de crecer por dentro... Sólo esperaba que terminaran las clases de los sábados para ir a su casa a ver televisión o para ir a ver a su chica (que no era tan linda como las de la ciudad) o, si no había otra cosa, matar su tiempo con los taxistas que tenían su parada en la ruta.

La U. P. A. M (que funcionaba con un sistema semi-presencial) tenía eso que, al mismo tiempo, era una enorme facilidad y una tremenda desgracia: Te aseguraba un título que obtendrías sin estudiar, pero te robaba la experiencia, hermosa, de la vida de estudiante. Pero eso Ernesto no lo sabía. Sólo lo puede saber aquel que vivió la experiencia. Una experiencia que sí te cambia por dentro. Una experiencia que jamás se olvida y que constituye uno de los períodos más ricos y felices en la vida de todos los que hemos podido tenerla.
Ernesto quería recibirse, ir a vivir a Asunción y tener una secretaria, así que siguió concurriendo a la universidad y, puntualmente y sin escollos, terminó de cursar las materias de su carrera. Tenía detrás de sí el sacrificio de su madre y sus demás familiares, que le pagaron la carrera (y vaya si era cara...) y se sentía obligado a cumplir con ellos. Debía triunfar o, por lo menos, conseguir un buen trabajo (un buen trabajo era un trabajo bien pagado. Ernesto no conocía otro tipo a ambiciones)
Ahora tenía que comprar una tesis. Así: comprarla lista para entregar, ya impresa en computadora y todo, de manera que averiguó cuánto le podría costar que alguien se la hiciera y también qué pariente le podría prestar la plata para pagarla
Un tío de Villa Rica vendió una vaca y le dio el dinero y Ernesto, feliz, fue a ver a la profesora que le habían recomendado. Cuando la profesora aceptó el trabajo, Ernesto comenzó a ver que la cosa no era tan simple como “te-pago-me-la-das-la presento-y-listo”. Había que elegir primeramente el tema que se iba a desarrollar, buscar un tutor de tesis en la misma universidad, y aceptar y cumplir con las correcciones y sugerencias que éste hiciera. La cosa no iba a ser tan fácil y rápida como él creía y, además, tenía que leer la tesis para saber de qué se trataba... por si se les ocurría preguntar. Y había que presentarla en español.[3]
Así y todo, después de varios meses de ir y venir, a Ernesto le aprobaron la tesis y, al tiempo, le dieron un certificado de estudios debidamente legalizado, firmado y sellado por el Rector de la universidad. Había pagado todo lo que tenía que pagar para obtener su título y había aguantado todo lo que tenía que aguantar. ¡Ya era Licenciado! Ahora sólo faltaba que la universidad hiciera la colación de grado y le entregara el título.
Unos cinco meses después, concurrió a la colación de grado, con su toga negra y su tocado. Lo llamaron al palco de honor por su nombre y, solemnemente, le entregaron el título. Fue un momento muy especial en su vida y albergó emociones muy contradictorias: Se sintió triunfante; sintió que, realmente, estaba cambiando su vida y que iba a poder realizar sus sueños. Pero también sintió vergüenza; sintió que no merecía ese cambio; que había comprado con dinero lo que hubiese debido ganar con esfuerzo y ganas. Pero lo más terrible es que se dio cuenta de que no sabía nada y que iba a competir con miles de muchachos que sí habían estudiado; sintió que a partir de ese momento, todo iba a ser muy difícil (y las cosas difíciles no le gustaban)


III

Tardó un tiempo en trasladarse a la ciudad. No es que le costara desprenderse de su pueblo, de su familia o de su chica... Ernesto tenía miedo.
Había conseguido el dinero necesario para comenzar y un pariente le daría alojamiento en su casa hasta que consiguiera trabajo. Pero -y ese era realmente el problema- sentía que no estaba realmente capacitado para lanzarse sólo a la vida. Sentía que el título en el que había puesto todas sus esperanzas era sólo un papel que no tenía nada que ver con lo él era y que, cuando se ofreciera en las empresas, la persona que lo entrevistaría se daría cuenta de inmediato. De todas formas –se dijo- mi mamá se rompió el alma para esto. Y un día, muy ansioso, partió para Asunción.

En la casa de su pariente -el tío Gustavo- le habían preparado un pequeño cuarto con una cama, un ropero, una mesita de luz, y una mesa con su silla y una lámpara. Tenía ventilador de techo y era bastante agradable y fresca, aunque quedaba lejos del centro.
El dinero que había llevado no era mucho y se dio cuenta de que, aunque tenía la comida asegurada y un lugar donde dormir, había cosas que no le podía pedir a su tío Gustavo, por lo que tenía que gastar lo menos posible.
Tomaba dos colectivos para ir hasta el centro y caminaba toda la mañana de empresa en empresa, presentando su currículum de tres hojas (la carátula, sus datos personales y una fotocopia autenticada de su título), todo prolijamente colocado en una carpeta plástica de color azul y tapa transparente que se iba ajando a medida que pasaban los días y la llevaba de un lugar a otro.
En las compañías era bien tratado, aunque siempre tenía que esperar más de una hora para que lo atendiera alguien de Selección de Personal. Cuando al fin pasaba a la oficina de selección, lo primero que le solicitaban, luego de estrecharle la mano y hacerlo sentar, era su currículum, mientras le hacían algunas preguntas normales para la ocasión.
Ernesto había aprendido a mentir bastante bien (una vez lo tuvieron en la oficina casi media hora), pero cuando la persona encargada de atenderlo abría su currículum y veía su título y la universidad en la que había cursado su carrera, invariablemente volvía a cerrar la carpeta, esbozaba una sonrisa de circunstancia, le devolvía el currículum y le decía: “Fue un placer, Licenciado. Si se presenta algo lo vamos a llamar”. Y allí se terminaba la entrevista. Nunca lo llamaron.

Asunción era una ciudad muy linda, con mucha gente y mucho ruido. Allí había que caminar rápido y siempre se estaba haciendo algo. Las chicas eran realmente hermosas a sus ojos de campesino, pero estaban fuera de su alcance... parecían diosas lejanas y altivas que nunca le daban siquiera una mirada.
Ernesto comenzó a pasar cada vez más tiempo en casa de su tío Gustavo y cada vez terminaba más temprano su rutina de buscar trabajo.
A medida que pasaba el tiempo –ya habían pasado tres meses- sus esperanzas se iban diluyendo en un sentimiento de fracaso y en un creciente desinterés por todo lo que le rodeaba. Pasaba las horas en la casa de su tío (en el patio, debajo del mango) tomando tereré y los viernes y sábados, cerveza.
Cuando empezó a beber cerveza también los días de semana, su tío comenzó a mostrase inquieto y trababa de conversar con él, de aconsejarle, de darle ánimos. Pero Ernesto estaba muy desilusionado y no escuchaba. También la Señora de Gustavo comenzó a quejarse, a reclamarle que se pasaba todas las tardes sin hacer nada y que ni siquiera le ofrecía ayuda para las labores domésticas. Que era hora de que trajera algo de dinero a la casa o por lo menos, que pagara lo que consumía.
Ernesto se sentía muy mal, sin dinero y sin trabajo. Ya ni siquiera en casa de su tío podía encontrarse bien, por lo que dejó a un lado su título de Licenciado y consiguió una changa de albañil en una obra y así ocupó su tiempo, ganó algo de dinero y tenía compañeros con quiénes hablar sin sentirse juzgado y sin experimentar la vergüenza del fracaso que sentía cuando estaba con quienes tanto le habían ayudado.
Trabajó en la obra hasta que ésta se terminó. Contaba entonces con unos Guaraníes, pero ya no quería seguir perdiendo el tiempo con su título de Licenciado. Estaba totalmente desolado.
En algún momento se le pasó por la cabeza viajar a la Argentina para buscar trabajo dentro de su carrera, pero, muy dentro de él, sabía que era inútil. Sabía que si había fracasado en Paraguay no podría triunfar fuera de su país sin experiencia laboral previa, sin antecedentes académicos reales y, sobre todo, sin conocimientos.


IV

Una mañana de diciembre, exactamente dos años después de haberse ido, Ernesto regresó a su pueblo.
Abrazó a su madre, a sus hermanas y a sus hermanos. Comió una chipa que compró en el ómnibus y tomó un cocido que su mamá le puso en la mesa, y comenzó el relato de sus aventuras en Asunción.
Cuando le dijo a su mamá que le dolía mucho haber fallado, que se sentía muy mal... que por favor le perdonara, la hermana mayor le increpó: “Pero no, Ernesto, si acá no sos el único estúpido... ¿acaso no nos rompimos el alma para pagarte la carrera? ¡Acá somos todos estúpidos!
Mientras su hermana mayor y su mamá se peleaban, Ernesto fue a su dormitorio y se puso a llorar. La hermana salió disparada detrás de él, pero su madre la retuvo. Se oyó un sopapo y luego los rápidos pasos de su hermana que se alejaba murmurando.
Ernesto se quedó en su habitación y lloró, lloró mucho... hasta que sus ojos se secaron y comenzó a sentir hambre. Entonces se levantó de la cama, comió algo, y fue a buscar trabajo de lo que sea y por lo que le paguen. Ya no pensaba irse de su pueblo.


Alejandro Barreda
[1] Moneda de curso legal en Paraguay
[2] Música popular “tropical” cantada
[3] Paraguay es un país bilingüe guarani-español. En el interior la lengua materna es el guarani.