domingo, 17 de agosto de 2008

EN SEMANA SANTA

Esa mañana Karana se mostraba muy inquieta, casi podría decirse que angustiada... iba y venía por el parque, caminando rápido, emitiendo una especie de quejidos, lamentos o pedidos de ayuda... no lo sé, pero era un sonido que realmente te llegaba al alma.

Así, pues, fui a ver qué le pasaba. La perra tenía algo en el hocico y lo paseaba de aquí para allá como no sabiendo qué hacer con él. Me acerqué más y pude ver que lo que tenía era un gatito muerto; se lo quité y se lo di a un empleado que lo entierre en el pozo en el que disponemos la basura. Entiérralo profundo –le dije- para que no lo pueda sacar un perro; no vaya a ser que se lo coman.

Pero nuestra perra no se quedó tranquila. No había terminado de entrar en la casa cuando nuevamente siento los lamentos de Karana, y esta vez sonaban más angustiosos, más apremiantes. Salí de la casa y me dirigí nuevamente al parque, preocupado, con temor que hubiesen envenenado a nuestra perra o le estuviese pasando algo malo; pero la vi como antes, corriendo de aquí para allá con algo en la boca que, al acercarme, reconocí como otro gatito.

Creí que estaba también muerto (alguna gata habría parido en un rincón de nuestro parque y por alguna razón algunas de sus crías habían muerto), pero me equivocaba. Esta vez el animal estaba vivo, aunque en muy mal estado.

Karana se echó al suelo, en la sombra, y se puso el gatito en el vientre (hacía menos de un mes que había parido una camada de cachorros y sus tetas tenían abundante leche) procurando alimentarlo, cuidarlo... pero el gatito ya no tenía fuerzas para mamar; se estaba muriendo.

Al observar esto comprendí qué era lo que le estaba pasando a nuestra perra. Comprendí su desesperación por salvar a ese pequeño animal... pero era tarde, el gatito ya no tenía esperanzas de vida y no había nada que se pudiera hacer por él. Su cuerpo estaba laxo y cuando la perra lo tomaba entre sus dientes (con exquisita delicadeza) su cabeza colgaba de un lado del hocico y su cuarto trasero del otro, blandamente y sin ninguna resistencia ni reacción, aunque estaba aún vivo.

Fui a buscar a mi esposa para que observara lo que estaba pasando, ya que un acto de amor de esta naturaleza no puede ser dejado de lado. Era una bendición poder ser testigo de ese prodigio: Karana no solamente estaba procurando salvar un cachorro ajeno... estaba procurando salvar a un ser de una especie distinta a la de ella (una perra salvando a un gato) y además estaba desesperada por no saber cómo hacerlo.

Cuando se dio cuenta de que sus esfuerzos eran vanos comenzó a gemir pidiendo la ayuda de aquellos que ella sabía podían dársela, de esos seres que siendo también de una especie distinta a la propia, le brindaban su amor, la alimentaban y cuidaban; le daban seguridad. ¿En quiénes más iba a confiar algo tan valioso y delicado como un gatito cuya vida se estaba yendo rápidamente y que ella había tomado bajo su protección?

Norah se emocionó hasta las lágrimas (mi esposa siempre ha sido muy sensible) y dio gracias a Dios por poder ver lo que estaba viendo y sentir lo que estaba sintiendo – “Gracias, Dios mío, no todo está perdido y, en medio de la oscuridad que nos rodea, nos has dado en esta perra un tesoro de luz”

Llamé a Karana y vino de inmediato. Había dejado a su protegido a la sombra de unas plantas. Los ojos le brillaban de esperanza, creyendo que podríamos ayudarle a salvar su cachorro de gato. Le pedí que lo traiga y me lo entregue, por lo que dio media vuelta y regresó a buscarlo. Lo depositó con suavidad en mis manos y yo le acaricié la cabeza y me llevé al gatito a un lugar del jardín ubicado en el frente de la casa, donde sabía que nuestra gata estaba cuidando a sus crías; allí lo deposité, con los otros gatitos.

Yo estaba convencido de que llevarlo a ese lugar era un gesto inútil, ya que el animal ya estaba condenado a muerte, pero necesitaba hacerlo en reconocimiento al acto de amor de nuestra perra y para liberarla de la angustia por la que estaba pasando.

Karana dio la vuelta completa al parque en un abrir y cerrar de ojos y de pronto la veo junto a mí, detrás de la alambrada, observando lo que estaba haciendo, asegurándose de que todo estaba bien y de que su pequeño moribundo sería cuidado y, tal vez, recuperara sus fuerzas.

Realmente ignoro si ese gatito era hijo de nuestra gata o de alguna otra de las tantas que abundan en la zona, pero hice lo único que podía hacer en aquél momento para darle aunque sólo fuera una esperanza a Karana.

Esto ocurría en la Semana Santa de dos mil cuatro, la que se iniciaba así para nosotros con lo que, sin duda alguna, consideramos un milagro, un mensaje del Cristo que nos decía que vale la pena seguir luchando.


ALEJANDRO