martes, 7 de octubre de 2008

SIRIO (FINAL)

Tenía catorce años cuando fue iniciado en templo del conocimiento, y pronto me vi sumergido en el cumplimiento de estrictas normas de ética, prácticas de profunda meditación y estudios de las intangibles pero poderosas Leyes Cósmicas, y un sinfín de conocimientos sobre todos los niveles del saber humano y supra humano.
No sabía entonces cuáles eran las razones de tan intenso adiestramiento, del cúmulo de información que se me brindaba, de las prácticas por las que debí pasar (cada vez más comprometidas y peligrosas) y que yo sabía que muy pocos mortales debían enfrentar.

Cuando recuerdo mi experiencia de vida, necesariamente se presentan ante mi los maestros que luego, sin títulos académicos ni nombramientos institucionales, fueron completando mi preparación, formándome, casi sin darse cuenta, en los secretos de la navegación en aguas tormentosas, en noches oscuras y también en radiantes días de sol, cuando el cuerpo no se siente y el espíritu se sumerge en dulces sonidos de belleza infinita. Adhâra, la maternal amiga que me guió por los asuntos prácticos del arte. Ella siempre vuelve a mis recuerdos cuando evoco los tiempos de aprendiz, ya que ha sabido despertar en mí un gran amor y un respeto profundo aquella alma sencilla y sabia que hasta sentía miedo (pánico) del alcance de sus capacidades mediumnímicas. Ella, que no tenía estudios de ningún tipo, era una experta navegante, ya que sus poderes de percepción eran tales que estaba constantemente informada, guiada y protegida por sus alianzas espirituales, que le “soplaban” al oído cuanto le era necesario saber en todo momento.
Heya, la bruja de Jalendara-deza, fue otro ser que colaboró en mi formación de guerrero, aunque es seguro que si hubiese conocido la estirpe espiritual a la que pertenezco, se habría dado cuenta de que, necesariamente, me ubicaría en el bando opuesto y, más tarde o más temprano, habríamos de probar fuerzas el uno contra la otra.
El interés de Heya en mí pasaba muy lejos de lo espiritual y aún, por supuesto, de cualquier consideración ética. El interés de Heya estaba centrado en su necesidad de adquirir un ayudante de gran poder pero poca experiencia, de manera de conducirlo hacia la oscuridad y usarlo para sus fines dentro de la magia negra, donde tan bien se desenvolvía. Había otro interés añadido y era el ver, de una vez por todas en su solitaria vida, materializadas sus fantasías sexuales en ritos demoníacos de cópula ceremonial, donde sus perversiones cobrarían para ella una justificación mágica. Además, yo no era en ese entonces, un hombre despreciable desde ese punto de vista, ya que tenía bastante atractivo para las mujeres, no por ser bello o de cuerpo atlético, sino por el magnetismo y el poder que emanaban de mi persona. Ese magnetismo y ese poder no eran, por supuesto de orden material, pero ejercían una seducción muy concreta.
Atraído por el barniz de eficiente sanadora de Heya, fui entrando, inadvertidamente, en contacto estrecho con ella hasta que me di cuenta hacia dónde apuntaba la bruja, con lo que di por terminada la relación y puse distancia entre ella y yo, rompiendo toda relación entre nosotros.
Sin embargo, el tiempo que pasé junto a Heya no fue del todo un desperdicio, pues es útil conocer las artes del enemigo y ella no podía evitar enseñarme, pues estaba tan inmersa en su objetivo de atraerme hacia su servicio, que no reparó en el riesgo al que se exponía ella y Jadoogar, su maestro en las oscuras artes.
Aún no había conocido a mi Gurú, pero ya mis alianzas espirituales cuidaban de mí instándome a evitar la tentación, a no querer probar cuán fuerte y puro podría llegar a ser, ya que esa exhibición de vanidad podría haberme costado muy caro, especialmente en aquellos tiempos de inexperiencia.

Todo lo fui asimilando con poderosa fijación porque, al ser experiencias de vida, se incorporaban a cada célula de mi cuerpo, a cada gota de mi sangre, hasta convertirse en parte de mí mismo, hasta no poder separar lo que se sabe de lo que se es, hasta ser uno con la experiencia misma sin tener jamás, en toda mi vida, añoranzas de “normalidad”, de ser como los demás seres de este mundo, pues siempre supe que era y soy diferente (no menos que las demás personas, no más tampoco que ellas, sólo diferente)
Repetidas veces mi salud mental y hasta mi vida física fueron puestas en juego, y repetidas veces salí airoso del desafío. Aunque durante muchas de estas experiencias la tensión subió a niveles extremadamente altos, sabía que no podía permitirme el miedo o la debilidad, ya que si lo hacía estabamos perdidos, yo y aquella alma que se me estaba confiando para su protección o para recibir el auxilio necesario en momentos de gran peligro.

Naturalmente, y como nunca oculté mi verdadera naturaleza, he pasado largos tiempos de soledad y repetidas veces no he tenido a quién recurrir cuando necesité una mano, un préstamo... o una oreja donde volcar tristezas. Sólo podía estar con los pocos que compartían el viaje conmigo (algunos tan solos como yo) y también con otros que, con una doble vida, se ocultaban bajo la máscara de la “normalidad”. Pero éstos no pudieron nunca saber quiénes eran en realidad ni probar su poder en la batalla, hasta que éste se fue diluyendo en la lectura de blandos libros escritos para adormecer al guerrero y, entre perfumes de incienso y música de relajación, dejaron que las fuerzas oscuras se complacieran de su desidia.
Con estas personas no se puede contar. No entienden o, mejor dicho, no quieren entender, ya que si lo hacen se ven comprometidos en una lucha que los aterroriza de tal modo que pueden llegar a perder la cordura que creen tener.

Alejandro