domingo, 27 de diciembre de 2009

UN MUNDO FELIZ (Aldous Huxley) - 8 -

CAPITULO VII
La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo leonado. El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un muro a otro corría a través del valle una franja de verdor: el río y sus campos contiguos. En la proa de aquel navío de piedra, en el centro del estrecho, y como formando parte del mismo, se levantaba, como una excrescencia geométrica de la roca desnuda, el pueblo del Malpaís. Bloque sobre bloque, cada piso más pequeño que el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como pirámides escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de sus lados se abrían sobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas de humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.

-¡Qué raro es todo esto! -dijo Lenina-. Muy raro. -Era su expresión condenatoria favorita-. No me gusta. Y tampoco me gusta este hombre.

Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo. Tales sentimientos, evidentemente, eran recíprocos; el hombre les precedía y, por tanto, sólo le veían la espalda, pero aun ésta tenía algo de hostil.

-Además -agregó Lenina, bajando la voz-, apesta.

Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.

De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera, latiera, con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se adaptaron al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El sendero que seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o costados de la gran altiplanicie torreaban por encima de ellos, casi a cien pies de altura.

-Ojalá hubiésemos traído el helicóptero -dijo Lenina, levantando la mirada con enojo ante el muro de roca-. Me fastidia andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a los pies de una colina!

Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan cerca de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por sus alas. En una grieta de la roca veíase un montón de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y el indio despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a plena luz del sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.

-Como la Torre de Charing-T -comentó Lenina.

Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de aquel tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de asfalto, diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos escarlata, negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero.

Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de sus hombros sendos mantos de plumas de pavo; y enormes diademas de pluma formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada paso que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se aproximaron sin decir palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines de piel de ciervo. Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro trozos de cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente Lenina comprendió que eran serpientes.

-No me gusta -exclamó Lenina-. No me gusta.

Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo, en donde su guía los dejó solos para entrar a pedir instrucciones. Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas... Con el rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina, se llevó un pañuelo a la nariz.

-Pero, ¿cómo pueden vivir así? -estalló.

En su voz sonaba un matiz de incredulidad indignada. Aquello no era posible.

Bernard se encogió filosóficamente de hombros.

-Piensa que llevan cinco o seis mil años viviendo así -dijo-. Supongo que a estas alturas ya estarán acostumbrados.

-Pero la limpieza nos acerca a la fordeza -insistió Lenina.

-Sí, y civilización es esterilización -prosiguió Bernard, completando así, en tono irónico, la segunda lección hipnopédica de higiene elemental-. Pero esta gente no ha oído hablar jamás de Nuestro Ford y no está civilizada. Por consiguiente, es inútil que...

-¡Oh, mira! -exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.

Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera de mano de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela de la vejez extrema. Su rostro era negro y aparecía muy arrugado, como una máscara de obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre sus mejillas. En las comisuras de los labios y a ambos lados del mentón pendían, sobre la piel oscura, unos pocos pelos largos y casi blancos. Los cabellos largos y sueltos colgaban en mechones grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo aparecía encorvado y flaco hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba lentamente, deteniéndose en cada peldaño antes de aventurarse a dar otro paso.

-Pero, ¿qué le pasa? -susurró Lenina.

En sus ojos se leía el horror y el asombro.

-Nada; sencillamente, es viejo -contestó Bernard, aparentando indiferencia, aunque no sentía tal.

-¿Viejo? -repitió Lenina-. Pero... también el director es viejo; muchas personas son viejas; pero no son así.

-Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las enfermedades. Mantenernos sus secreciones internas equilibradas artificialmente de modo que conserven la juventud. No permitimos que su equilibrio de magnesio-calcio descienda por debajo de lo que era en los treinta años. Les damos transfusiones de sangre joven. Estimulamos de manera permanente su metabolismo. Por esto no tienen este aspecto. En parte –agregó- porque la mayoría mueren antes de alcanzar la edad de este viejo. Juventud casi perfecta hasta los sesenta años, y después, ¡plas!, el final.

Pero Lenina no le escuchaba. Miraba al viejo, que seguía bajando lentamente. Al fin, sus pies tocaron el suelo. Y se volvió. Al fondo de las profundas órbitas los ojos aparecían extraordinariamente brillantes, y la miraron un largo momento sin expresión alguna, sin sorpresa, como si Lenina no se hallara presente. Después, lentamente, con el espinazo doblado, el viejo pasó por el lado de ellos y se fue.

-Pero, -¡esto es terrible! -susurró Lenina-. ¡Horrible! No debimos haber venido.

Buscó su ración de soma en el bolsillo, sólo para descubrir que, por un olvido sin precedentes, se había dejado el frasco en la hospedería. También los bolsillos de Bernard se hallaban vacíos.

Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ayuda alguna. Y los horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente, sin descanso. El espectáculo de dos mujeres jóvenes que amamantaban a sus hijos con su pecho la sonrojó y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no había visto jamás indecencia como aquella. Lo peor era que, en lugar de ignorarlo delicadamente, Bernard no cesaba de formular comentarios sobre aquella repugnante escena vivípara.

-¡Qué relación tan maravillosamente íntima! -dijo, en un tono deliberadamente ofensivo-. ¡Qué intensidad de sentimientos debe generar! A menudo pienso que es posible que nos hayamos perdido algo muy importante por el hecho de no tener madre. Y quizá tú te habrás perdido algo al no ser madre, Lenina. Imagínate a ti misma sentada aquí, con un hijo tuyo...

-¡Bernard! ¿Cómo puedes ... ?

El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad de la piel la distrajo de su indignación.

No me gusta nada. Pero en aquel momento su guía volvió, e, invitándoles a seguirle, abrió la marcha por una callejuela entre dos hileras de casas. Doblaron una esquina. Un perro muerto yacía en un montón de basura; una mujer con bocio despiojaba a una chiquilla. El guía se detuvo al pie de una escalera de mano, levantó un brazo perpendicularmente, y después lo bajó señalando hacia delante. Lenina y Bernard hicieron lo que el hombre les había ordenado por señas; treparon por la escalera y cruzaron un umbral que daba acceso a una estancia larga y estrecha, muy oscura, y que hedía a humo, a grasa frita y a ropas usadas y sucias. Al otro extremo de la estancia se abría otra puerta a través de la cual les llegaba la luz del sol y el redoble, fuerte y cercano, de los tambores.

Salieron por esta puerta y se encontraron en una espaciosa terraza. A sus pies, encerrada entre casas altas, se hallaba la plaza del pueblo, atestada de indios. Mantas de vivos colores y plumas en las negras cabelleras, y brillo de turquesas, y de pieles negras que relucían por el sudor. Lenina volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. En el espacio abierto situado en el centro de la plaza había dos plataformas circulares de ladrillo y arcilla apisonada que, evidentemente, eran los tejados de dos cámaras subterráneas, porque en el centro de cada plataforma había una escotilla abierta, a cuya negra boca asomaba una escalera de mano. Por las dos escotillas salía un débil son de flautas casi ahogado por el redoble incesante de los tambores.

Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces masculinas gritando briosamente al unísono, en un estallido metálico, áspero. Unas pocas notas muy prolongadas, y un silencio, el silencio tonante de los tambores; después, aguda, en un chillido desafinado, la respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los tambores; y una vez más la salvaje afirmación de virilidad de los hombres.

Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y no menos los vestidos, y los bocios y las enfermedades de la piel, y los viejos. Pero, en cuanto al espectáculo en sí, no resultaba especialmente raro.

-Me recuerda un Canto de Comunidad de casta inferior -dijo a Bernard.

Pero poco después le recordó mucho menos aquellas inocentes funciones. Porque, de pronto, de aquellos sótanos circulares había brotado un ejército fantasmal de monstruos.

Cubiertos con máscaras horribles o pintados hasta perder todo aspecto humano, habían comenzado a bailar una extraña danza alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas, siempre cantando; vueltas y más vueltas, cada vez un poco más de prisa; los tambores habían cambiado y acelerado su ritmo, de modo que ahora recordaban el latir de la fiebre en los oídos; y la muchedumbre había empezado a cantar con los danzarines, cada vez más fuerte; primero una mujer había chillado, y luego otra, y otra, como si las mataran; de pronto, el que conducía a los danzarines se destacó de la hilera, corrió hacia una caja de madera que se hallaba en un extremo de la plaza, levantó la tapa y sacó de ella un par de serpientes negras. Un fuerte alarido brotó de la multitud, y todos los demás danzarines corrieron hacia él tendiendo las manos. El hombre arrojó las serpientes a los que llegaron primero y se volvió hacia la caja para coger más. Más y más, serpientes negras, pardas y moteadas, que iba arrojando a los danzarines. Después la danza se reanudó, con otro ritmo. Los danzarines seguían dando vueltas, con sus serpientes en las manos y serpenteando a su vez, con un movimiento ligeramente ondulatorio de rodillas y caderas. Vueltas y más vueltas. Después el jefe dio una señal y, una tras otra, todas las serpientes fueron arrojadas al centro de la plaza; un viejo salió del subterráneo y les arrojó harina de maíz; por la otra escotilla apareció una mujer y les arrojó agua de un jarro negro. Después el viejo levantó una mano y se hizo un silencio absoluto terrorífico. Los tambores dejaron de sonar; pareció como si la vida hubiese tocado a su fin. El viejo señaló hacia las dos escotillas que daban entrada al mundo inferior. Y lentamente, levantadas por manos invisibles, desde abajo, emergieron, de una de ellas la imagen pintada de una águila, y de la otra de un hombre desnudo y clavado en una cruz. Emergieron y permanecieron suspendidas aparentemente en el aire, como si contemplaran el espectáculo. El anciano dio una palmada. Completamente desnudo -excepto una breve toalla de algodón, blanca-, un muchacho de unos dieciocho años salió de la multitud y quedóse de pie ante él, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza gacha. El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró.

Lentamente, el muchacho empezó a dar vueltas en torno del montón de serpientes que se retorcían. Había completado ya la primera vuelta y se hallaba en mitad de la segunda cuando, de entre los danzarines, un hombre alto, que llevaba una máscara de coyote y en la mano un látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él. El muchacho siguió caminando como si no se hubiera dado cuenta de la presencia del otro. El hombre coyote levantó el látigo; hubo un largo momento de expectación; después, un rápido movimiento, el silbido del látigo y su impacto en la carne. El cuerpo del muchacho se estremeció, pero no despegó los labios y reanudó la marcha, al mismo paso lento y regular. El coyote volvió a golpear, una y otra vez; cada latigazo provocaba primero una suspensión y después un profundo gemido de la muchedumbre. El muchacho seguía andando. Dio dos vueltas, tres, cuatro. La sangre corría. Cinco vueltas, seis.

De pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. -¡Oh, basta, basta! -imploró.

Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De pronto el muchacho vaciló, y, sin exhalar gemido alguno, cayó de cara al suelo. Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la espalda con una larga pluma blanca, la levantó en alto un momento, roja de sangre, para que el pueblo la viera, y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas pocas gotas, y súbitamente los tambores estallaron en una carrera loca de notas; y se oyó un grito unánime de la multitud. Los danzarines saltaron hacia delante, recogieron las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres y niños, todos corrieron en pos de ellos. Un minuto después la plaza estaba desierta; sólo quedaba el muchacho, cara al suelo, en el mismo sitio donde se había desplomado, inmóvil. Tres ancianas salieron de una de las casas, y, no sin dificultad, lo levantaron y lo entraron en ella. El águila y el hombre crucificado siguieron montando la guardia un rato ante la plaza desierta; después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron por las escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.

Lenina todavía sollozaba.

-¡Qué horrible! -repetía una y otra vez, ante los vanos consuelos de Bernard-. ¡Qué horrible! ¡Esa sangre!

-Se estremeció. ¡Y no tener ni un gramo de soma!

En la habitación interior se oyeron unos pasos.

El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus trenzados cabellos eran de color pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca, aunque bronceada por el sol.

-Hola. Buenos días -dijo el desconocido, en un inglés correcto, pero algo peculiar-.

Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del Otro Sitio, de fuera de la Reserva?

-Pero, ¿quién demonios...? -empezó Bernard, asombrado.

El joven suspiró y meneó la cabeza.

-El más desdichado de los caballeros -dijo. Y, señalando las manchas de sangre del centro de la plaza, añadió-: ¿Ven ustedes esa maldita mancha? Y en su voz temblaba la emoción.

-Un gramo es mejor que un taco -dijo Lenina, maquinalmente, sin apartar las manos de su rostro-. ¡Ojala tuviera un poco de soma!

-Yo debía estar allá -prosiguió el joven-. ¿Por qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso quince.

Palowhtiwa sólo dio siete. Hubiesen podido sacarme el doble de sangre. Teñir de púrpura los mares multitudinarios. -Abrió los brazos en un amplio ademán y luego los dejó caer con desesperación-. Sin embargo, no me lo permiten. No les gusto, a causa del color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.

Las lágrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el rostro.

El asombro hizo olvidar a Lenina su privación de soma. Descubrió su rostro y, por primera vez, miró al desconocido.

-¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel látigo?

Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.

-Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para agradar a Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo soportar el dolor sin gritar. Sí -y su voz, súbitamente, cobró una nueva resonancia, y se volvió, cuadrando los hombros y levantando el mentón en actitud de orgullo y de reto-, para demostrarles que soy hombre... ¡Oh!

Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por primera vez en su vida había visto la cara de una muchacha cuyas mejillas no eran de color de chocolate o de piel de perro, cuyos cabellos eran castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa novedad!) era de benévolo interés.

Lenina le sonreía: ¡Qué chico tan guapo! -pensaba-. Tiene un cuerpo realmente hermoso.

La sangre se agolpó en la cara del muchacho; bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento sólo para volver a verla sonriéndole, y se sintió tan trastornado que tuvo que volver la cara y fingir que miraba con gran interés algo situado en el otro extremo de la plaza.

Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.

¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos en la cara de Bernard (porque deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que no se atrevía a mirarla), el muchacho intentó explicarse. Linda y él -Linda era su madre (la palabra puso muy violenta a Lenina) eran extranjeros en la Reserva. Linda había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás, antes de que él naciera, con un hombre que era el padre del joven. (Bernard aguzó el oído.) Linda había ido a dar un paseo, sola por las montañas del Norte, y al caer por un barranco se había herido en la cabeza.

-Siga, siga -dijo Bernard, lleno de excitación.

Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al pueblo. En cuanto al hombre que era el padre del muchacho, Linda no había vuelto a verle. Se llamaba Tomakin. (Sí, Thomas era el nombre de pila del D.I.C.). Debió de haberse marchado de nuevo al Otro Lugar, sin ella. Sin duda era un hombre malo, infiel, depravado.

-Y así nací en Malpaís -concluyó el joven-.

En Malpaís. Y movió la cabeza.

¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!

Un trecho cubierto de polvo y de basuras la separaba de la aldea. Ante su puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la basura. Dentro, cuando ellos entraron, la penumbra hedía y aparecía llena de moscas.

-¡Linda! -llamó el muchacho.

Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:

-¡Voy!

Esperaron. En el suelo veíanse unas escudillas que contenían los restos de un ágape, o acaso de varios.

La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el umbral y se quedó mirando a los forasteros, incrédulamente, boquiabierta. Lenina observó con desagrado que le faltaban dos dientes. Y el color de los que quedaban... Se estremeció. Era peor que el viejo. ¡Y tan gorda! Una cara abotagada, cubierta de arrugas. ¡Y aquellas mejillas flácidas, con manchas purpúreas! ¡Y aquellas venas rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos inyectados en sangre! ¡Y aquel cuello...! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba en la cabeza, vieja y sucia! Y bajo la túnica áspera, de color pardo, aquellos pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas... ¡Oh, mucho peor que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser estalló en un torrente de palabras, corrió hacia Lenina y... (¡Ford! ¡Ford! Era algo asqueroso; en otro momento hubiera podido marearse)... y la estrechó contra su vientre, contra su pecho, y empezó a besarla. ¡Ford!, a besarla, babeándole.

Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura lloraba.

-¡Oh, querida! -El torrente de palabras fluía entre sollozos-. ¡Si supieras cuán feliz soy! ¡Después de tantos años! ¡Una cara civilizada! ¡Sí, y ropas civilizadas! Creí que no volvería a ver jamás una prenda de auténtica seda al acetato. -Tocó la manga de la blusa de Lenina. Sus uñas aparecían negras-. ¡Y esos preciosos pantalones cortos de pana de viscosa! ¿Sabes? Todavía tengo mis vestidos viejos, los que llevaba cuando vine aquí, guardados en una caja. Después te los enseñaré. Aunque, desde luego, el acetato se ha agujereado del todo. Pero todavía tengo una cartuchera blanca estupenda; aunque la verdad es que la tuya, de cuero verde, todavía es más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi cartuchera! -Y de nuevo se echó a llorar-. Supongo que John ya os lo ha contado. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Y sin un gramo de soma! Sólo un trago de mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía. Popé es un muchacho que era amigo mío. Pero el mescal deja una resaca terrible, y el peyotl marca; además, al día siguiente todavía me sentía más avergonzada. Y lo estaba mucho. Piénsalo por un momento: yo, una Beta, tener un hijo; ponte en mi sitio.

-La sugerencia hizo estremecer a Lenina-. Aunque no fue mía la culpa, lo juro; todavía no sé cómo pudo ocurrir, teniendo en cuenta que hice todos los ejercicios malthusianos, ya sabes, por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo juro; pero el caso es que ocurrió; y, naturalmente, aquí no había ni un solo Centro Abortivo.

Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.

-Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche... Y luego un baño caliente y el masaje mecánico... Aquí, en cambio...

Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a abrir los ojos, se sorbió los mocos un par de veces, luego se sonó con los dedos y se los secó con la falda.

-¡Oh, perdón! -dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de asco de Lenina-. No debí hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se puede hacer cuando no hay pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba toda esta suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida horrible en la cabeza. No puedes figurarte lo que me ponían en ella. Porquerías, sólo porquerías. Civilización es Esterilización, solía decirles yo. Y Arre, estreptococos, a Banbury-T, a ver cuartos de baño y retretes espléndidos, como si fueran niños. Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me acostumbré. Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es como el acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda. Pero yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó jamás a hacer estas cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era bien visto. Cuando los vestidos se estropeaban había que tirarlos y comprar otros nuevos. A más remiendos, menos dinero. ¿No es verdad? Los remiendos eran antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo que hacen es pura locura.

Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado solas y paseaban entre el polvo y la basura del exterior; aun así, bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la oreja de Lenina que el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su mejilla.

-Por ejemplo -susurró-, la forma en que la gente de aquí se empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto? -insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza, asintió, soltó el aire que hasta entonces habla contenido y aspiró una nueva bocanada relativamente libre de malos olores-. Pues bien -prosiguió Linda-, aquí se supone que una sólo puede pertenecer a otra persona. Y si aceptas tratos con otros hombres te consideran mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez acudió un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus hombres venían a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la gran paliza... Fue horrible. No, no puedo contártelo. -Linda se tapó la cara con las manos y se estremeció-. Son odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no saben nada de ejercicios malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de nada. Por esto constantemente tienen hijos... como perras. Es asqueroso. Y pensar que yo... ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin embargo, John fue un gran consuelo para mí. No sé qué hubiese hecho yo sin él. A pesar de que se ponía como loco cada vez que un hombre... Ya cuando era niño, no creas. Una vez, cuando ya era mayorcito, quiso matar al pobre Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien, sólo porque alguna que otra vez venían a verme. Nunca logré que comprendiera que así es como debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa. En todo caso, John parece habérsela contagiado de los indios. Porque, naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar de que se portaban muy mal con él y no le dejaban hacer lo que los demás muchachos hacían. Lo cual, en cierta manera, fue una suerte, porque así me fue más fácil condicionarlo un poco. Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! No tenía por qué saberlas, claro. Quiero decir que, cuando un niño te pregunta cómo funciona un helicóptero o quién hizo el mundo... bueno, ¿qué puedes contestar si eres una Beta y siempre has trabajado en la Sala de Fecundación? ¿Que puedes contestar?

trascrito por Alejandro

miércoles, 23 de diciembre de 2009

PASARAN COSAS (Poldy Bird)

Ha empezado otro año.

Como un cuaderno nuevo está ante mí, y me acuerdo de cuando era chica, iba a la escuela y me apuraba para terminar el viejo cuaderno y así comenzar el otro. En las últimas páginas hacía letra grande, enormes dibujos apresurados. Pegaba dos hojas con engrudo de fabricación casera: agua y harina en la cocina.

Los cuadernos nuevos se empiezan con letra pequeña, pareja, prolija, cuidada...

Igual que los años.

Igual que éste.

¿Borrón y cuenta nueva?

No, no, sin borrón.

Y sumando a la cuenta nueva las otras cuentas que antes nos sirvieron.

Porque no todo está para el olvido.

Porque no todo fue para dejarlo atrás, disimulado entre las hierbas secas del otoño.

Pasaron cosas.

NOS PASARON COSAS.

Crecimos un poquito, un poquito así, pero crecimos.

Llorar hace crecer, es esa lluviecita de uvas de cristal sobre el techo de chapa de nuestro corazón. Pica, repica, musiquea, despierta.

Nadie es el mismo después de haber llorado.

Reír hace crecer.

También reímos.

Algunas veces, quizá podemos contarlas con los dedos de una mano... ¡Y cómo une la risa!: dos que se rieron juntos, a carcajadas limpia, no se desatan nunca en el recuerdo.

Yo tengo siete chistes favoritos, y me acuerdo de quiénes fueron las siete personas que me los contaron.

En cambio, no me acuerdo de todas las que me hicieron llorar o compartieron mis angustias.

No creas que se trata de mala memoria... me parece que es puro instinto de conservación.

Fíjate que la gente le huye a la tragedia.

En algún tiempo me daba mucha rabia, pero ahora lo entiendo y no la juzgo mal.

Una amiga de la infancia, que quiero profundamente, todavía no habló conmigo desde que murió mi compañero. Y si yo no la llamo no es porque no tenga ganas de hacerlo ni porque piense que es a ella a quien le corresponde llamarme... sino simplemente porque me da miedo que se sienta mal...

A ella le digo: si leés esto, no busques entre líneas... te quiero mucho, me gustaría que estuvieras cerca. No temas, no estoy desahuciada, no contagio las penas, las tengo dentro de mí, tan escondidas que para hallarlas tendrías que escarbar demasiado. Y, además, a los muertos queridos no los recuerdo muertos, los recuerdo con su olor a perfume y su camisa favorita, con la música que les gustaba, con las anécdotas que los muestran en su mejor momento. No hablaremos de heridas ni agonías ni hablaremos de nieblas o tormentas... no, ¿sabes qué haremos?... terminaremos la charla aquella que empezamos una tarde en un café de la calle Córdoba... o la seguiremos, porque las charlas entre amigas no se terminan nunca, son siempre una continuación de la anterior, que fue una continuación de la anterior... y así, siempre, siempre, hayan pasado días, meses, años.

Trabajar, hace crecer.

Y me ha dado un poco de trabajo trabajar.

Porque mi trabajo es solitario, callado, sin jefes que me obliguen a hacerlo, sin un horario que cumplir.

Se trata de transformarme en médium y sentir lo que todos sienten a mi alrededor... e interpretarlo con palabras escritas que traduzcan exactamente eso que siento, eso que sentís, eso que sienten otros.

Admirar hace crecer.

Es tan larga la lista de la gente que admiro, que te cansaría leerla. Pero en esos nombres seguramente nos reconoceremos, hermanadas, vos y yo. Violeta Parra, Mozart Mick Jagger, Horacio Molina, Paganini, Cortázar, Woody Allen, Silvio Rodriguez. Beethoven, Raúl Porcheto, Chopin, Alejo Carpentier, Fellini, la hermana Teresa, Silvina Ocampo, Bergman, Ricardo Montener, siempre mi Felisberto Hernández que releo, los hermanos Marx, Olga Orozco, Humphrey Bogart reviviendo cada vez que pasan "Casablanca" por televisión (ojalá que no dejen de pasarla nunca).

Al admirar abrimos una ventanita del alma que, a veces, está cerrada con candado. Al abrirla, nos abrimos. Dejamos que eche a volar un pájaro cautivo y que entre el aire con olor a magnolias y a flores de tilo, ese olor que es olor a verano y a plaza (Cuando era chica llevaba botellitas a la plaza, las movía, dando vueltas, y luego las tapaba, creyendo que en ellas podían guardarse los olores. Tal vez sí. Nunca las encontré, después, nunca tuve oportunidad de destaparlas...

Agradecer es crecer.

Amar es crecer.

Crear es crecer.

Ha empezado otro año.

Cuadernito nuevo.

Cuadernito de hojas inmaculadas, todavía en blanco.

Cuadernito que en la tapa dice Poldy.

Solamente que yo podré escribir en él los días que vendrán.

Poldy Bird

martes, 15 de diciembre de 2009

UN MUNDO FELIZ (Aldous Huxley) - 7 -

CAPITULO VI
Raro, raro, raro. Este era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan raro, que en el curso de las siguientes semanas se había preguntado más de una vez si no sería preferible cambiar de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo Méjico, y marcharse al Polo Norte con Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allá con George Edzel el pasado verano, y, lo que era peor, lo había encontrado sumamente triste. Nada que hacer y el hotel sumamente anticuado: sin televisión en los dormitorios, sin órgano de perfumes, sólo con un poco de música sintética infecta, y nada más que veinticinco pistas móviles para los doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al Polo Norte. Además, en América sólo había estado una vez. Y en muy malas condiciones. Un simple fin de semana en Nueva York, en plan de economías. ¿Había ido con Jean-Jacques Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se acordaba. En todo caso, no tenía la menor importancia. La perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy atractiva. Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes. En todo el Centro sólo media docena de personas habían estado en el interior de una reserva para Salvajes. En su calidad de psicólogo Alfa-Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía, que podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era aquélla una oportunidad única. Y, sin embargo, tan única era también la rareza de Bernard, que la muchacha había vacilado en aprovecharla, y hasta había pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito. Cuando menos, Benito era normal. En tanto que Bernard...

Le pusieron alcohol en el sucedáneo. Esta era la explicación de Fanny para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban juntos en cama, Lenina había discutido apasionadamente su nuevo amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un rinoceronte.

-Es imposible domesticar a un rinoceronte -había dicho Henry en su estilo breve y vigoroso-. Hay hombres que son casi como los rinocerontes; no responden adecuadamente al condicionamiento. ¡Pobres diablos! Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para él es excelente en su profesión. De lo contrario, el director lo hubiese expulsado. Sin embargo -agregó, consolándola-, lo considero completamente inofensivo.

Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquietante. En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado. Lo cual, en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque, ¿qué podía hacerse en privado? (Aparte, desde luego, de acostarse; pero no se podía pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde que salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Unión. Pero Bernard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf Electromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa. Bernard consideraba que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo. -Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? -preguntó Lenina, un tanto asombrada. Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de horas por los brezales.

-Solo contigo, Lenina.

-Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.

Bernard se sonrojó y desvió la mirada. -Quiero decir solos para poder hablar -murmuró. -¿Hablar? Pero ¿de qué?

¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!

Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Amsterdam para presenciar los cuartos de final del Campeonato Femenino de Lucha de pesos pesados.

-Con una multitud -rezongó Bernard-. Como de costumbre.

Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar de helados de soma, en los descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.

-Prefiero ser yo mismo -dijo Bernard-. Yo y desdichado, antes que cualquier otro y jocundo. -Un gramo a tiempo ahorra nueve -dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría hipnopédica.

Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.

-Vamos, no pierdas los estribos -dijo Lenina-. Recuerda que un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.

-¡Calla, por Ford, de una vez! -gritó Bernard.

Lenina se encogió de hombros.

-Siempre es mejor un gramo que un taco -concluyó con dignidad.

Y se tomó el helado.

Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener la hélice impulsara y en peri-amanecer suspendido sobre el mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo había empeorado; se había levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.

-Mira -le ordenó Bernard.

-Lo encuentro horrible -dijo Lenina, apartándose de la ventanilla. La horrorizó el huidizo vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso, del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y triste entre las nubes en fuga-. Pongamos la radio en seguida.

Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el tablero del aparato y lo conectó al azar.

-...el cielo es azul en tu interior -cantaban dieciséis voces trémulas-, el tiempo es

siempre...

Luego un hipo, y el silencio. Bernard había cortado la corriente.

-Quiero poder mirar el mar en paz -dijo-. Con este ruido espantoso ni siquiera se puede mirar.

-Pero ¡si es precioso! Yo no quiero mirar.

-Pues yo sí -insistió Bernard-. Me hace sentirme como si... -vaciló, buscando palabras para expresarse-, como si fuese más yo, ¿me entiendes? Más yo mismo, y menos como una parte de algo más. No sólo como una célula del cuerpo social. ¿Tú no lo sientes así, Lenina?

Pero Lenina estaba llorando.

-Es horrible, es horrible -repetía una y otra vez-. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Cómo puedes decir que no quieres ser una parte del cuerpo social? Al fin y al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie.

Hasta los Epsilones...

-Sí, ya lo sé -dijo Bernard, burlonamente-. Hasta los Epsilones son útiles. Y yo también.

¡Ojalá no lo fuera!

Lenina se escandalizó ante aquella exclamación blasfema.

-¡Bernard! -protestó, dolida y asombrada- ¿Cómo puedes decir esto?

-¿Cómo puedo decirlo? -repitió Bernard en otro tono, meditabundo-. No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O, mejor aún, puesto que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no me hallara esclavizado por mi condicionamiento?

-Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.

-¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?

-No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.

Bernard rió.

-SI, hoy día todo el mundo el feliz. Eso es lo que ya les decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz... de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.

-No comprendo lo que quieres decir -repitió Lenina. Después, volviéndose hacia él, imploró-: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta nada todo esto.

-¿No te gusta estar conmigo?

-Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.

-Pensé que aquí estaríamos más... juntos, con sólo el mar y la luna por compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta que en mi cuarto. ¿No lo comprendes?

-No comprendo nada -dijo Lenina con decisión, determinada a conservar intacta su incomprensión-. Nada.

-y prosiguió en otro tono-: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte desdichado serías feliz. Muy feliz -repitió.

Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con una expresión que pretendía ser picarona y voluptuosa.

Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella invitación implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó la vista, soltó una risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo que decir y no lo encontró. El silencio se prolongó.

Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.

-De acuerdo -dijo-; regresemos.

Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda velocidad, ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos metros puso en marcha la hélice propulsara. Volaron en silencio uno o dos minutos. Después, súbitamente, Bernard empezó a reír. De una manera extraña, en opinión de Lenina; pero, aun así, no podía negarse que era una carcajada.

-¿Te encuentras mejor? -se aventuró a preguntar.

Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y, rodeándola con un brazo, empezó a acariciarle los senos.

Gracias a Ford -se dijo Lenina- ya está repuesto.

Media hora más tarde se hallaba de vuelta a las habitaciones de Bernard. Éste tragó de golpe cuatro tabletas de soma, puso en marcha la radio y la televisión y empezó a desnudarse.

-Bueno -dijo Lenina, con intencionada picardía cuando se encontraron de nuevo en la azotea, el día siguiente por la tarde-. ¿Te divertiste ayer?

Bernard asintió con la cabeza. Subieron al avión. Una breve sacudida, y partieron.

-Todos dicen que soy muy neumática -dijo Lenina, meditativamente, dándose unas palmaditas en los muslos.

-Muchísimo.

Pero en los ojos de Bernard había una expresión dolida. Como carne, pensaba.

Lenina lo miró con cierta ansiedad.

-Pero no me encuentras demasiado llenita, ¿verdad?

Bernard denegó con la cabeza. Exactamente igual que carne.

-¿Me encuentras al punto?

Otra afirmación muda de Bernard.

-¿En todos los aspectos?

-Perfecta -dijo Bernard, en voz alta.

Y para sus adentros: Ésta es la opinión que tiene de sí misma. No le importaba ser como la carne.

Lenina sonrió triunfalmente. Pero su satisfacción había sido prematura.

-Sin embargo -prosiguió Bernard tras una breve pausa-, hubiese preferido que todo terminara de otra manera.

-¿De otra manera? ¿Podía terminarse de otra? -Yo no quería que acabáramos acostándonos -especificó Bernard.

Lenina se mostró asombrada.

-Quiero decir, no en seguida, no el primer día.

-Pero, entonces, ¿qué ... ?

Bernard empezó a soltar una serie de tonterías incomprensibles y peligrosas. Lenina hizo todo lo posible por cerrar los oídos de su mente; pero de vez en cuando una que otra frase se empeñaba en hacerse oír: ... probar el efecto que produce detener los propios impulsos, le oyó decir. Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.

-No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy -dijo Lenina gravemente.

-Doscientas repeticiones, dos veces por semana, desde los catorce años hasta los dieciséis y medio -se limitó a comentar Bernard. Su alocada charla prosiguió-. Quiero saber lo que es la pasión -oyó Lenina, de sus labios-. Quiero sentir algo con fuerza.

-Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente -citó Lenina.

-Bueno, ¿y por qué no he de poder resentirme un poco?

-¡Bernard!

Pero Bernard no parecía avergonzado.

-Adultos intelectualmente y durante las horas de trabajo -prosiguió-, y niños en lo que se refiere a los sentimientos y los deseos.

-Nuestro Ford amaba a los niños.

Sin hacer caso de la interrupción, Bernard prosiguió:

-El otro día, de pronto, se me ocurrió que había de ser posible ser un adulto en todo momento.

-Lo comprendo.

El tono de Lenina era firme.

-Ya lo sé. Y por esto nos acostamos juntos ayer, como niños, en lugar de obrar como adultos, y esperar.

-Pero fue divertido -insistió Lenina-. ¿No es verdad?

-¡Oh, si, divertidísimo! -contestó Bemard.

Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan amargo, que Lenina sintió de pronto que se esfumaba toda la sensación de triunfo. Tal vez, a fin de cuentas, Bernard la encontraba demasiado gorda.

-Ya te lo dije -comentó Fanny, por toda respuesta, cuando Lenina se lo confió-. Eso es el alcohol que le pusieron en el sucedáneo.

-Sin embargo -insistió Lenina-, me gusta. Tiene unas manos preciosas. Y mueve los hombros de una manera muy atractiva. -Suspiró-. Pero preferiría que no fuese tan raro.

2

Deteniéndose un momento ante la puerta del despacho del director, Bernard tomó aliento y se cuadró, preparándose para enfrentarse con el disgusto y la desaprobación que estaba seguro de encontrar en el interior. Luego llamó y entró.

-Vengo a pedirle su firma para un permiso, director -dijo con tanta naturalidad como le

fue posible...

Y dejó el papel encima de la mesa.

El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento aparecía el sello del Despacho del Interventor Mundial, y al pie del mismo la firma vigorosa, de gruesos trazos de Mustafá Mond. Por consiguiente, todo estaba en orden. El director no podía negarse. Escribió sus iniciales -dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond- y se disponía, sin comentarios a devolver el papel a Bernard, cuando casualmente sus ojos captaron algo que aparecía escrito en el texto del permiso.

-¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? -dijo. Y el tono de su voz, así como la manera con que miró a Bernard, expresaba una especie de asombro lleno de agitación.

Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino un silencio.

El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.

-¿Cuánto hará de ello- dijo, más para sí mismo que dirigiéndose a Bernard-. Veinte años, creo. Casi veinticinco. Tendría su edad, más o menos...

Suspiró y movió la cabeza.

Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional, tan escrupulosamente correcto como el director, incurrir en una incongruencia! Ello le hizo sentir deseos de ocultar el rostro, de salir corriendo de la estancia. No porque hallara nada intrínsecamente censurable en que la gente hablara del pasado remoto; aquél era uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se había librado por completo. Lo que le violentaba era el hecho de saber que el director lo desaprobaba... lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido en el pecado de hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría obedecido? A pesar de la incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba atentamente.

-Tuve la misma idea que usted -decía el director-. Quise echar una ojeada a los salvajes. Logré un permiso para Nuevo Méjico y fui a pasar allí mis vacaciones veraniegas. Con la muchacha con la que iba a la sazón. Era una Beta-Menos, y me parece -cerró un momento los ojos-, me parece que era rubia. En todo caso, era neumática, particularmente neumática; esto sí lo recuerdo. Bueno, fuimos allá, vimos a los salvajes, paseamos a caballo, etc. Y después, casi el último día de mi permiso.... después.... bueno, la chica se perdió. Habíamos ido a caballo a una de aquellas asquerosas montañas, con un calor horrible y opresivo, y después de comer fuimos a dormir una siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir de paseo sola. En todo caso, cuando me desperté la chica no estaba. Y en aquel momento estallaba una tormenta encima de nosotros, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me herí en la rodilla, de modo que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscar a la chica, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Después pensé que debía haberse marchado sola al refugio. Así, pues, me arrastré como pude por el valle, siguiendo el mismo camino. No por donde habíamos venido. La rodilla me dolía horriblemente, y había perdido mis raciones de soma. Tuve que andar horas. No llegué al refugio hasta pasada la medianoche. Y la chica no estaba; no estaba -repitió el director. Siguió un silencio-. Bueno -prosiguió, al fin-, al día siguiente se organizó una búsqueda. Pero no la encontramos. Debió de haber caído por algún precipicio; o acaso la devoraría algún león de las montañas. Sábelo Ford. Fue algo horrible. En aquel entonces me trastornó profundamente. Más de lo lógico, lo confieso. Porque, al fin y al cabo, aquel accidente hubiese podido ocurrirle a cualquiera; y, desde luego, el cuerpo social persiste aunque sus células cambien. -Pero aquel consuelo hipnopédico no parecía muy eficaz.

Y el director se sumió en un silencio evocador.

-Debió de ser un golpe terrible para usted -dijo Bernard, casi con envidia.

Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de culpabilidad, y recordó dónde estaba; lanzó una mirada a Bernard, y, rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente; volvió a mirarle con súbita desconfianza, herido en su dignidad.

-No vaya a pensar -dijo- que sostuviera ninguna relación indecorosa con aquella muchacha. Nada emocional, nada excesivamente prolongado. Todo fue perfectamente sano y normal. -Tendió el permiso a Bernard-. No sé por qué le habré dado la lata con esta anécdota trivial- Enfurecido consigo mismo por haberle revelado un secreto tan vergonzoso, descargó su furia en Bernard. Ahora la expresión de sus ojos era francamente maligna-. Deseo aprovechar esta oportunidad, Mr. Marx -prosiguió- para decirle que no estoy en absoluto satisfecho de los informes que recibo acerca de su comportamiento en las horas de asueto. Usted dirá que esto no me incumbe. Pero sí me incumbe. Debo pensar en el buen nombre de este Centro. Mis trabajadores deben hallarse por encima de toda sospecha, especialmente los de las castas altas. Los Alfas son condicionados de modo que no tengan forzosamente que ser infantiles en su comportamiento emocional. Razón de más para que realicen un esfuerzo especial para adaptarse. Su deber estriba en ser infantiles, aun en contra de sus propias inclinaciones. Por esto, Mr. Marx, debo dirigirle esta advertencia -la voz del director vibraba con una indignación que ahora era ya justiciera e impersonal, viva expresión de la desaprobación de la propia infracción de las normas del decoro infantil-, si siguen llegando quejas sobre su comportamiento, solicitaré su transferencia a algún Sub-Centro, a ser posible en Islandia. Buenos días.

Y, volviéndose bruscamente en su silla, cogió la pluma y empezó a escribir.

Esto le enseñará, se dijo. Pero estaba equivocado. Porque Bernard salió de su despacho cerrando de golpe la puerta tras de sí, crecido, exultante ante el pensamiento de que se hallaba solo, enzarzado en una lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la embriagadora conciencia de su significación e importancia individual. Ni siquiera la amenaza de un castigo le desanimaba; más bien constituía para él un estimulante. Se sentía lo bastante fuerte para resistir y soportar el castigo, lo bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia. Y esta confianza era mayor cuanto que, en realidad, estaba íntimamente convencido de que no debería enfrentarse con nada de aquello. A la gente no se la traslada por cosas como aquéllas. Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza sumamente estimulante. Avanzando por el pasillo, Bernard no pudo contener su deseo de silbotear una canción.

Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla sostenida con el director cobró visos de heroicidad.

-Después de lo cual -concluyó-, me limité a decirle que podía irse al Pasado sin Fin, y salí del despacho. Y esto fue todo.

Miró a Helmholtz Watson con expectación, esperando su simpatía, su admiración. Pero Helmholtz no dijo palabra, y permaneció sentado, con los ojos fijos en el suelo.

Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus conocidos con quien podía hablar de cosas que presentía que eran importantes. Sin embargo, había cosas, en Bernard, que le parecían odiosas. Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de autocompasión con que la alternaba. Y su deplorable costumbre de mostrarse muy osado después de ocurridos los hechos, y de exhibir una gran presencia de ánimo... en ausencia. Odiaba todo esto, precisamente porque apreciaba a Bernard. Los segundos pasaban. Helmholtz seguía mirando al suelo. Y, súbitamente, Bernard, sonrojándose, se alejó.

3

El viaje transcurrió sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de anticipación, perdió cuatro minutos a causa de un tornado en Texas, pero al llegar a los 9511 de longitud Oeste penetró en una corriente de aire favorable y pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta segundos de retraso con respecto a la hora prevista.

-Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal -reconoció Lenina.

Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente, incomparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho clases diferentes de perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba en funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un letrero en el ascensor informaba que en el hotel había sesenta pistas móviles de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de Obstáculos y al Electromagnético.

-¡Es realmente estupendo! -exclamó Lenina-. Casi me entran ganas de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles..!

-En la Reserva no habrá ni una sola -le advirtió Bernard-. Ni perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si crees que no podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.

Lenina se ofendió.

-Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto es estupendo porque..., bueno, porque el progreso es estupendo, ¿no es verdad?

-Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los dieciséis –dijo Bernard, aburrido, como para sí mismo. -¿Qué decías?

-Dije que el progreso es estupendo. Por esto no debes ir conmigo a la Reserva, a menos que lo desees de veras.

-Pues lo deseo.

-De acuerdo, entonces -dijo Bernard, casi en tono de amenaza.

Su permiso requería la firma del Guardián de la Reserva, a cuyo despacho acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro Epsilon-Menos pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmediatamente les hicieron pasar.

El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo, de cara redonda y anchos hombros, con una voz fuerte y sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una auténtica mina de informaciones innecesarias y de consejos que nadie le pedía. En cuanto empezaba, no acababa nunca, con su voz de trueno, resonante...

-...quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub-Reservas, cada una de ellas rodeada por una valla de cables de alta tensión.

En aquel instante, sin razón alguna, Bernard recordó de pronto que se había dejado abierto el grifo del agua de Colonia de su cuarto de baño, en Londres.

-...alimentada con corriente procedente de la central hidroeléctrica del Gran Cañón...

Me costará una fortuna cuando vuelva. Mentalmente, Bernard veía el indicador de su contador de perfume girando incansablemente. Debo telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson. -...más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.

-No me diga -dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea de lo que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral que el hombre acababa de hacer.

Cuando el Guardián había iniciado su retumbante peroración, Lenina, disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y gracias a ello podía permanecer sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión de atención casi extática.

-Tocar la valla equivale a morir instantáneamente -decía el Guardián solemnemente-. No hay posibilidad alguna de fugarse de la Reserva para Salvajes.

La palabra fugarse era sugestiva.

-¿Y si fuéramos allá? -sugirió, iniciando el ademán de levantarse.

La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el tiempo, devorando su dinero.

-No hay fuga posible -repitió el Guardián, indicándole que volviera a sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado, Bernard no tuvo más remedio que obedecer-. Los que han nacido en la Reserva... Porque, recuerde, mi querida señora -agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente-, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen, sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos...

El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso obligara a Lenina a sonrojarse; pero ésta, estimulada por el soma, se limitó a sonreír con inteligencia y a decir:

-No me diga.

Decepcionado, el Guardián reanudó la peroración.

-Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.

Destinados a morir... Un decilitro de agua de Colonia por minuto. Seis litros por hora. -Tal vez -intervino de nuevo Bernard-, tal vez deberíamos...

Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con el dedo índice.

-Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les diré que no lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.

-No me diga.

-Pues sí se lo digo, mi querida señora.

Seis por veinticuatro... no, serían ya seis por treinta y seis... Bernard estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, inexorablemente, la disertación proseguía.

-... Unos sesenta mil indios y mestizos..., absolutamente salvajes... Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando... aparte de esto, ninguna comunicación con el mundo civilizado... conservan todavía sus repugnantes hábitos y costumbres... matrimonio, suponiendo que ustedes sepan a qué me refiero; familias... nada de condicionamiento... monstruosas supersticiones... Cristianismo, totemismos y adoración de los antepasados... lenguas muertas, como el zuñí, el español y el atabascano... pumas, puerco-espines y otros animales feroces... enfermedades infecciosas... sacerdotes... lagartos venenosos...

-No me diga.

Por fin los soltó. Bemard se lanzó corriendo a un teléfono. De prisa, de prisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.

-A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes -se lamentó-. ¡Maldita incompetencia!

-Toma un gramo -sugirió Lenina.

Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por fin, gracias a Ford, lo logró; sí, allá estaba Helmholtz; Helmholtz, a quien explicó lo que ocurría, y quien prometió ir allá inmediatamente y cerrar el grifo; sí, inmediatamente, pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para repetirle lo que D.I.C. había dicho en público la noche anterior. - ¿Cómo? ¿Que busca un sustituto para mí? -La voz de Bernard era agónica-. ¿Así que está decidido? ¿Habló de Islandia? ¿Sí? ¡Ford! ¡Islandia... !

Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su rostro aparecía muy pálido, con una expresión abatida.

-¿Qué ocurre? -preguntó la muchacha.

-¿Qué ocurre? -Bernard se dejó caer pesadamente en una silla-. Van a enviarme a Islandia.

En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto debía de producir ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que los interiores) de algún gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución; y hasta había deseado el sufrimiento. Apenas hacía una semana, en el despacho del director, se había imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente, aceptando estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las amenazas del director lo habían exaltado, le habían inducido a sentirse grande, importante. Pero ello -ahora se daba perfecta cuenta- obedecía a que no las había tomado en serio; no había creído ni por un instante que, en el momento de la verdad, el D.I.C. tomara decisión alguna. Pero ahora que, al parecer, las amenazas iban a cumplirse, Bernard estaba aterrado. No quedaba ni rastro de su estoicismo imaginativo, de su valor puramente teórico.

Lenina movió la cabeza.

-Él fue y él será tanto me dan -citó-. Un gramo tomarás y sólo el es verás.

Al fin le convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. Al cabo de cinco minutos, raíces y frutos habían sido abolidos; sólo la flor del presente se abría, lozana. Un mensaje del portero les avisó que, siguiendo órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva había acudido en avión y les esperaba en la azotea. Bernard y Lenina subieron inmediatamente. Un ochavón de uniforme verde de Gamma les saludó y procedió a recitar el programa matinal.

Vista panorámica de diez o doce de los principales pueblos, y aterrizaje para almorzar en el Valle de Malpaís. El parador era cómodo, y en el pueblo los salvajes probablemente celebrarían su festival de verano. Sería el lugar más adecuado para pasar la noche.

Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del salvajismo. Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los desiertos de sal o de arena, a través de los bosques y de las profundidades violeta de los cañones, por encima de despeñaderos, picos y mesetas llanas, la valla seguía ininterrumpidamente la línea recta, el símbolo geométrico del propósito humano triunfante. Y al pie de la misma, aquí y allá, un mosaico de huesos blanqueados o una carroña oscura, todavía no corrompida en el atezado suelo, señalaba el lugar donde un ciervo o un voraz zopilote atraído por el tufo de la carroña y fulminado como por una especie de justicia poética, se habían acercado demasiado a los cables aniquiladores.

-Nunca escarmientan -dijo el piloto del uniforme verde, señalando los esqueletos que, debajo de ellos, cubrían el suelo-. Y nunca escarmentarán -agregó riendo.

Bernard también rió; gracias a los dos gramos de soma, el chiste, por alguna razón, se le antojó gracioso.

Rió y después, casi inmediatamente, quedó sumido en el sueño, y, durmiendo, fue llevado por encima de Taos y Tesuco; de Namba, Picores y Pojoaque, de Sía y Cochiti, de Laguna, Acoma y la Mesa Encantada, de Cibola y Ojo Caliente, y despertó al fin para encontrar el aparato posado ya en el suelo, Lenina trasladando las maletas a una casita cuadrada, y el ochavón Gamma verde hablando incomprensiblemente con un joven indio.

-Malpaís -anunció el piloto, cuando Bernard se apeó-. Ésta es la hospedería. Y por la tarde habrá danza en el pueblo. Este hombre los acompañará. -Y señaló al joven salvaje de aspecto adusto-. Espero que se diviertan -sonrió-. Todo lo que hacen es divertido. - Con estas palabras, subió de nuevo al aparato y puso en marcha los motores-. Mañana volveré. Y recuerde -agregó tranquilizadoramente, dirigiéndose a Lenina- que son completamente mansos; los salvajes no les harán daño alguno. Tienen la suficiente experiencia de las bombas de gas para saber que no deben hacerles ninguna jugarreta.

Riendo todavía, puso en marcha la hélice del autogiro, aceleró y partió.


trascrito por Alejandro