jueves, 25 de marzo de 2010

EL OSO (de "Cuentos para Pensar". Jorge Bucay)

El oso

Hay cuentos que son particularmente significativos para mí uno de ellos es ésta antiquísima historia que me contó alguna vez mi abuelo y que quiero contarte, tal como hoy la recuerdo.

Esta historia habla de un sastre, un Zar y su oso.

Un día el Zar descubrió que uno de los botones de su chaqueta preferida se había caído.

El Zar era caprichoso, autoritario y cruel (cruel como todos los que enmarañan por demasiado tiempo en el poder), así que, furioso por la ausencia del botón, mandó a buscar a su sastre y ordenó que a la mañana siguiente fuera decapitado por el hacha del verdugo.

Nadie contradecía al emperador de todas las Rusias, así que la guardia fue hasta la casa del sastre y arrancándolo de entre los brazos de su familia, lo llevó a la mazmorra del palacio para esperar allí su muerte.

Cuando, cayó el sol. un guardiacárcel le llevó al sastre la última cena; el sastre revolvió el plato de comida con la cuchara­ y mirando al guardiacárcel dijo – Pobre del Zar.

- El guardiacárcel no puedo evitar reírse -¿Pobre del Zar?, dijo, pobre de ti; tu cabeza quedará separada de tu cuerpo unos cuantos metros mañana a la mañana.

- Si, lo sé, pero mañana en la mañana el Zar perderá mucho más que un sastre, el Zar perderá la posibilidad de que su oso, la cosa que más quiere en el mundo, su propio oso, aprenda a hablar.

-¿Tú sabes enseñarle a hablar a los osos?, preguntó el guardiacárcel sorprendido.

-Un viejo secreto familiar...– dijo el sastre.

Deseoso de ganarse los favores del Zar, el pobre guardia corrió a contarle al soberano su descubrimiento:

¡¡El sastre sabía enseñarle a hablar a los osos!!

El Zar se sintió encantado. Mandó rápidamente a buscar al sastre y le ordenó:

-¡¡Enséñale a mi oso a hablar!! Alteza, me gustaría complaceros, pero la verdad es que enseñar a hablar a un oso es una ardua tarea y lleva tiempo... y lamentablemente, tiempo es lo que menos tengo...

-El Zar hizo un silencio, y preguntó ¿cuánto tiempo llevaría el aprendizaje?

- Bueno, depende de la inteligencia del oso... Dijo el sastre.

- ¡¡El oso es muy inteligente!! – interrumpió el Zar

– De hecho es el oso más inteligente de todos los osos de Rusia.

-Bueno, musitó el sastre... si el oso es inteligente... y siente deseos de aprender... yo creo... que el aprendizaje duraría... duraría... no menos de...... DOS AÑOS.

El Zar pensó un momento y luego ordenó:

-Bien, tu pena será suspendida por dos años, mientras tanto tú entrenarás al oso. ¡Mañana empezarás!

Alteza -dijo el sastre– Si tu mandas al verdugo a ocuparse de mi cabeza, mañana estaré muerto, y mi familia, se las ingeniará para poder sobrevivir. Pero si me conmutas la pena yo tendré que dedicarle el tiempo a trabajar, no podré dedicarme a tu oso... debo mantener a mi familia.

Eso no es problema –dijo el zar– A partir de hoy y durante dos años tú y tu familia estarán bajo la protección real. Serán vestidos, alimentados y educados con el dinero de la corte y nada que necesiten o deseen, les será negado... Pero, eso sí... Si dentro de dos años el oso no habla... te arrepentirás de haber pensado en esta propuesta... Rogarás haber sido muerto por el verdugo... ¿Entiendes, verdad?.

-Sí, alteza.

-Bien... ¡¡Guardias!!- gritó el zar- Que lleven al sastre a su casa en el carruaje de la corte, denle dos bolsas de oro, comida y regalos para sus niños. Ya... ¡¡Fuera!!.

El sastre en reverencia y caminando hacia atrás, comenzó a retirarse mientras musitaba agradecimientos.

No olvides -le dijo el zar apuntándolo con el dedo a la frente– Si en dos años el oso no habla...

...Cuando todos en la casa del sastre lloraban por la pérdida del padre de familia, el hombre pequeño apareció en la casa en el carruaje del Zar, sonriente, eufórico y con regalos para todos.

La esposa del sastre no cabía en su asombro. Su marido que pocas horas antes había sido llevado al cadalso volvía ahora, exitoso, acaudalado y exultante...

Cuando estuvo a solas el hombre le contó los hechos.

Estás LOCO –chilló la mujer– enseñar a hablar al oso del Zar Tú, que ni siquiera has visto un oso de cerca, ¡Estás, loco!

Enseñar a hablar al oso... Loco, estás loco...

-Calma mujer, calma. Mira, me iban a cortar la cabeza mañana al amanecer, ahora... ahora tengo dos años... En dos años pueden pasar tantas cosas.

En dos años... –siguió el sastre- se puede morir el Zar... me puedo morir yo... y lo más importante... por ahí el ¡¡oso habla!!


domingo, 14 de marzo de 2010

UN MUNDO FELIZ (Aldous Huxley) - 19 - FINAL

CAPITULO XVIII
La puerta estaba entreabierta. Entraron. -¡John!

Del cuarto de baño llegó un ruido desagradable y característico.

-¿Ocurre algo? -preguntó Helmholtz.

No hubo respuesta. El desagradable sonido se repitió, dos veces; siguió un silencio. Después, con un chasquido, la puerta del cuarto de baño se abrió y apareció, muy pálido, el Salvaje.

-¡Oye! -exclamó Helmholtz, solícito-. Tú no te encuentras bien, John.

-¿Te sentó mal algo que comiste? -preguntó Bernard.

El Salvaje asintió.

-Sí. Comí civilización.

-¿Cómo?

-Y me sentó mal; me enfermó. Y después -agregó en un tono de voz más bajo-, comí mi propia maldad.

-Pero, ¿qué te pasa exactamente...? Ahora mismo estabas...

-Ya estoy purificado -dijo el Salvaje-. Tomé un poco de mostaza con agua caliente.

Los otros dos le miraron asombrados.

-¿Quieres sugerir que... que lo has hecho a propósito? -preguntó Bernard

-Así es como se purifican los indios.

-John se sentó, y, suspirando, se pasó una mano por la frente-. Descansaré unos minutos -dijo-. Estoy muy cansado.

-Claro, no me extraña -dijo Helmholtz. Y, tras una pausa, agregó en otro tono-: Hemos venido a despedirnos. Nos marchamos mañana por la mañana.

-Sí, salimos mañana -dijo Bemard, en cuyo rostro el Salvaje observó una nueva expresión de resignación decidida-. Y, a propósito, John -prosiguió, inclinándose hacia delante y apoyando una mano en la rodilla del Salvaje-, quería decirte cuánto siento lo que ocurrió ayer. -Se sonrojó-. Estoy avergonzado -siguió a pesar de la inseguridad de su voz-, realmente avergonzado... –

El Salvaje le obligó a callar y, cogiéndole la mano, se la estrechó con afecto.

-Helmholtz se ha portado maravillosamente conmigo -siguió Bernard, después de un silencio-. De no haber sido por él, yo no hubiese podido...

-Vamos, vamos -protestó Helmholtz. -Esta mañana fui a ver al Interventor -dijo el Salvaje al fin.

-¿Para qué?

-Para pedirle que me enviara a las islas con vosotros.

-¿Y qué dijo? -preguntó Hehnholtz.

El Salvaje movió la cabeza.

-No quiso.

-¿Por qué no?

-Dijo que quería proseguir el experimento. Pero que me aspen -agregó el Salvaje con súbito furor-, que me aspen si sigo siendo objeto de experimentación. No quiero, ni por todos los Interventores del mundo entero. Me marcharé mañana, también.

-Pero ¿a dónde? -preguntaron a coro sus dos amigos.

El Salvaje se encogió de hombros.

-A cualquier sitio. No me importa. Con tal de poder estar solo.

Desde Guildford, la línea descendente seguía el valle de Wey hasta Godalming y después, pasando por encima de Mildford y Witley, seguía hacia Haslemere y Portsmouth a través de Petersfield. Casi paralela a la misma, la línea ascendente pasaba por encima de Worplesdon, Tongham, Puttenham, Elstead y Grayshott. Entre Hog's Back y Hindhead había puntos en que la distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o seis kilómetros. La distancia no era suficiente para los pilotos poco cuidadosos, sobre todo de noche y cuando habían tomado medio gramo de más. Se habían producido accidentes. Y graves. En consecuencia, habían decidido desplazar la línea ascendente unos pocos kilómetros hacia el Oeste. Entre Grayshott y Tongham, cuatro faros de aviación abandonados señalaban el curso de la antigua ruta Portsmouth- Londres.

El Salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de la colina entre Puttenham y Elstead. El edificio era de cemento armado y se hallaba en excelentes condiciones; casi demasiado cómodo, había pensado el Salvaje cuando había explorado el lugar por primera vez, casi demasiado lujoso y civilizado. Tranquilizó su conciencia prometiéndose compensar tales inconvenientes con una autodisciplina más dura, con purificaciones más completas y totales. Pasó su primera noche en el eremitorio sin conciliar el sueño, a propósito. Permaneció horas enteras rezando, ora al Cielo al que el culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona, en zuñí, ora a Jesús y Poukong, ora a su propio animal guardián, el águila. De vez en cuando abría los brazos en cruz, y los mantenía así largo rato, soportando un dolor que gradualmente aumentaba hasta convertirse en una agonía trémula y atormentadora; los mantenía así, en crucifixión voluntaria, mientras con los dientes apretados, y el rostro empapado en sudor, repetía: ¡Oh, perdóname! ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!, una y otra vez, hasta que estaba a punto de desmayarse de dolor.

Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se había ganado el derecho a habitar el faro; sí, a pesar de que todavía había cristales en la mayoría de las ventanas, y a pesar de que la vista, desde la plataforma, era preciosa. Porque la misma razón por la cual había elegido el faro se había trocado casi inmediatamente en una razón para marcharse a otra parte. John había decidido vivir allá porque la vista era tan hermosa, porque, desde su punto de observación tan ventajoso, le parecía contemplar la encarnación de un ser divino. Pero ¿quién era él para gozarse con la visión cotidiana constante, de la belleza? ¿Quién era él para vivir en la visible presencia de Dios? Él merecía vivir en una sucia pocilga, en un sombrío agujero bajo tierra. Con los miembros rígidos y doloridos todavía por la pasada noche de sufrimiento, y fortalecido interiormente por esta misma razón, el Salvaje subió a la plataforma de su torre y contempló el brillante mundo del amanecer en el que volvía a habitar por derecho propio, recién reconquistado. En el valle que separaba Hog's Back de la colina arenosa en la cima de la cual se levantaba el faro, se hallaba Puttenham, un modesto edificio de nueve pisos, con silos, una granja avícola, y una pequeña fábrica de Vitamina D. Al otro lado del faro, al Sur, el terreno descendía en largas pendientes cubiertas de brazales en dirección a un rosario de lagunas.

Más allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se levantaba la torre de catorce pisos de Elstead. Borrosas, en el brumoso aire inglés, Hindhead y Selborne atraían las miradas hacia la azulada y romántica distancia. Pero no sólo lo que se veía a distancia había atraído al Salvaje a su faro; lo que lo rodeaba de cerca resultaba igualmente seductor. Los bosques, las extensiones abiertas de brezos y amarilla aliaga, los grupos de pinos silvestres, las lagunas y albercas relucientes, con sus abedules y sauces llorones, sus lirios de agua y sus alfombras de juntos, poseían una intensa belleza y, para unos ojos acostumbrados a la aridez del desierto americano, resultaban asombrosos. Y, además, ¡la soledad! El Salvaje pasaba días enteros sin ver a un solo hombre. El faro se hallaba sólo a un cuarto de hora de vuelo de la Torre de Charing-T; pero las colinas de Malpaís apenas eran más deshabitadas que aquel brezal de Surrey. Las multitudes que diariamente salían de Londres, lo hacían sólo para jugar al Golf Electromagnético o al tenis.

La mayor parte del dinero que, a su llegada, John había recibido para sus gastos personales, había sido empleado en la adquisición del equipo necesario. Antes de salir de Londres el Salvaje se había comprado cuatro mantas de lana de viscosa, cuerdas, alambre, clavos, cola, unas pocas herramientas, cerillas (aunque pensaba construirse en su día un parahuso para hacer fuego), algo de batería de cocina, dos docenas de paquetes de semilla y diez kilos de harina de trigo.

-No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo de harina de desperdicios de algodón - había insistido-. Aunque sean muy nutritivos.

En cuanto a las galletas panglandulares y el sucedáneo vitaminizado de buey, no había podido resistir a las dotes persuasivas del tendero. Ahora, mirando las latas que tenía en su poder, se reprochaba amargamente su debilidad. ¡Odiosos productos de la civilización! Decidió que jamás los comería, aunque se muriera de hambre. Les daré una lección, pensó vengativamente. Y de paso se la daría a sí mismo.

John contó su dinero. Esperaba que lo poco que le quedaba le bastaría para pasar el invierno. Cuando llegara la primavera, su huerto produciría lo suficiente para permitirle vivir con independencia del mundo exterior. Entretanto, siempre quedaba el recurso de la caza. Había visto muchos conejos, y en las lagunas había aves acuáticas. Inmediatamente se puso a construir un arco y las correspondientes flechas.

Cerca del faro crecían fresnos, y para las varas de las flechas no faltaban avellanos llenos de serpollos rectos y hermosos. Empezó por batir un fresno joven, cortó un trozo de tronco liso, sin ramas, de casi dos metros de longitud, lo despojó de la corteza, y, capa por capa, fue quitándole la madera blanca, tal como le había enseñado a hacer el viejo Mitsima, hasta que obtuvo una vara de su misma altura, rígida y gruesa en el centro, ágil y flexible en los ahusados extremos. Aquel trabajo le produjo un placer muy intenso. Tras aquellas semanas de ocio en Londres, durante las cuales, cuando deseaba algo, le bastaba pulsar un botón o girar una manija, fue para él una delicia hacer algo que exigía habilidad y paciencia.

Casi había terminado de dar forma al arco cuando se dio cuenta, con un sobresalto, de que estaba cantando. ¡Cantando! Fue como si, tropezando consigo mismo desde fuera, se hubiese descubierto de pronto en flagrante delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y al cabo, no había ido allá para cantar y divertirse, sino para escapar al contagio de la vida civilizada, para purificarse y mejorarse, para enmendarse de una manera activa. Comprendió, decepcionado, que, absorto en la confección de su arco, había olvidado lo que se había jurado a sí mismo recordar siempre: la pobre Linda, su propia asesina violencia para con ella, los odiosos mellizos que pululaban como gusanos alrededor de su lecho de muerte, profanando con su sola presencia, no sólo el dolor y el remordimiento del propio John, sino a los mismos dioses. Había jurado recordar, había jurado reparar incesantemente. Y allá estaba, trabajando en su arco, y cantando, así, tal como suena, cantando... Entró en el faro, abrió el bote de mostaza y puso a hervir agua en el fuego.

Media hora después, tres campesinos Delta-Menos de uno de los Grupos de Bakonovsky de Puttenham se dirigían en camión hacia Elstead, y, desde lo alto de la colina, quedaron asombrados al ver a un joven de pie en el exterior del faro abandonado, desnudo hasta la cintura y azotándose a sí mismo con un látigo de cuerdas de nudos. La espalda del joven aparecía cruzada horizontalmente por rayas escarlata, y entre surco y surco discurrían hilillos de sangre. El conductor del camión detuvo el vehículo a un lado de la carretera, y, junto con sus dos compañeros, se quedó mirando boquiabierto aquel espectáculo extraordinario. Uno, dos, tres... Contaron los azotes. Después del octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo, corrió hasta el borde del bosque y allá vomitó violentamente. Luego volvió a coger el látigo y siguió azotándose: nueve, diez, once, doce...

-¡Ford! -murmuró el conductor.

Y los mellizos fueron de la misma opinión. -¡Reford! -dijeron.

Tres días más tarde, como los búhos a la vista de una carroña, llegaron los periodistas.

Secado y endurecido al fuego lento de leña verde, el arco ya estaba listo. El Salvaje trabajaba afanosamente en sus flechas. Había cortado y secado treinta varas de avellano, y las había guarnecido en la punta con aguzados clavos firmemente sujetos. Una noche había efectuado una incursión a la granja avícola de Puttenham y ahora tenía plumas suficientes para equipar a todo un ejército. Estaba empeñado en la tarea de acoplar las plumas a las flechas cuando el primer periodista lo encontró. Silenciosamente, calzado con sus zapatos neumáticos, el hombre se le acercó por detrás.

-Buenos días, Mr. Salvaje -dijo-. Soy el enviado de El Radio Horario.

Como mordido por una serpiente, el Salvaje saltó sobre sus pies, desparramando en todas direcciones las plumas, el bote de cola y el pincel. -Perdón -dijo el periodista, sinceramente compungido-. No tenía intención... -se tocó el sombrero, el sombrero de copa de aluminio en el que llevaba el receptor y el transmisor telegráfico-. Perdone que no me descubra -dijo-Este sombrero es un poco pesado. Bien, como le decía, me envía El Radio...

-¿Qué quiere? -preguntó el Salvaje, ceñudo.

-Bueno, como es natural, a nuestros lectores les interesaría muchísimo... -Ladeó la cabeza y su sonrisa adquirió un matiz, casi, de coquetería-. Sólo unas pocas palabras de usted, Mr. Salvaje.

Y rápidamente, con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos cables conectados a la batería que llevaba en torno de la cintura; los enchufó simultáneamente a ambos lados de su sombrero de aluminio; tocó un resorte de la cúspide del mismo y una antena se disparó en el aire; tocó otro resorte del borde del ala, y, como un muñeco de muelles, saltó un pequeño micrófono que se quedó colgando estremeciéndose, a unos quince centímetros de su nariz; bajóse hasta las orejas un par de auriculares, pulsó un botón situado en el lado izquierdo del sombrero, que produjo un débil zumbido, hizo girar otro botón de la derecha, y el zumbido fue interrumpido por una serie de silbidos y chasquidos estetoscópicos.

-Al habla -dijo, por el micrófono-, al habla, al habla...

Súbitamente sonó un timbre en el interior de su sombrero.

-¿Eres tú, Edzel? Primo Mellon al habla. Sí, lo he pescado. Ahora Mr. Salvaje cogerá el micrófono y pronunciará unas palabras. Por favor, Mr. Salvaje. -Miró a John y le dirigió otra de sus melifluas sonrisas-. Diga solamente a nuestros lectores por qué ha venido aquí. Qué le indujo a marcharse de Londres (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y dígales también algo, naturalmente, del látigo. -El Salvaje tuvo un sobresalto. ¿Cómo se habían enterado de lo del látigo? -Todos estamos deseosos de saber algo de ese látigo.

Díganos también algo acerca de la Civilización. Ya sabe. Lo que yo opino de la muchacha civilizada. Sólo unas palabras...

El Salvaje obedeció con desconcertante exactitud. Sólo pronunció cinco palabras, ni una sola más; cinco palabras, las mismas que habían dicho a Bernard a propósito del Archichantre Comunal de Canterbury.

-Hánil, sons éso tse-ná!

Y agarrando al periodista por los hombros, le hizo dar media vuelta (el joven se reveló apetitosamente provisto de materia carnosa en el trasero), tomó puntería y, con toda la fuerza y la precisión de un campeón de fútbol, soltó un puntapié prodigioso.

Ocho minutos más tarde, una nueva edición de El Radio Horario aparecía en las calles de Londres. Un periodista de El Radio Horario recibe de Mr. Salvaje un puntapié en el cóccix, decía el titular de la primera página. Sensación en Surrey.

Y sensación en Londres, también, pensó el periodista a su vuelta, cuando leyó estas palabras. Y, lo que era peor, una sensación muy dolorosa. Tuvo que tomar asiento con mucha cautela, a la hora de almorzar.

Sin dejarse amedrentar por la contusión preventiva en el cóccix de su colega, otros cuatro periodistas, enviados por el Times de Nueva York, El Continuo de Cuatro dimensiones de Francfort, El Monitor Científico Fordiano y El Espejo Delta visitaron aquella tarde el faro y fueron recibidos con progresiva violencia.

Desde una distancia prudencial, y frotándose todavía las doloridas nalgas, el periodista de El Monitor Científico Fordiano gritó:

-¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no toma un poco de soma?

-¡Fuera de aquí! -contestó el Salvaje.

El otro se alejó unos pasos, y se volvió.

-El mal se convierte en algo irreal con un par de gramos.

-Kohakwa iyathtokyai!

-El dolor es una ilusión.

-¿Ah, sí? -dijo el Salvaje.

Y agarrando una gruesa vara avanzó un paso.

El enviado de El Monitor Científico Fordiano echó a correr hacia su helicóptero.

A partir de aquel momento el Salvaje gozó de paz por un tiempo. Llegaron unos cuantos helicópteros que volaron por encima de la torre, inquisitivamente. John disparó una flecha contra el que más se había acercado. La flecha traspasó el suelo de aluminio de la cabina; se oyó un agudo gemido, y el aparato ascendió como un cohete con toda la rapidez que el motor logró imprimirle. Los demás, desde aquel momento, mantuvieron respetuosamente las distancias. Sin hacer caso de su molesto zumbido (el Salvaje se veía a sí mismo como uno de los pretendientes de la Doncella de Mátsaki, tenaz y resistente entre los alados insectos), el Salvaje trabajaba en su futuro huerto. Al cabo de un tiempo los insectos, por lo visto, se cansaron, y se alejaron volando; durante unas horas, el cielo, sobre su cabeza, permaneció desierto, y, excepto por las alondras, silencioso.

Hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se había pasado la mañana cavando y ahora descansaba tendido en el suelo. De pronto, el recuerdo de Lenina se transformó en una presencia real, desnuda y tangible, que le decía: ¡Cariño! Y ¡Abrázame!, con sólo las medias y los zapatos puestos, perfumada... ¡Impúdica zorra! Pero... ioh, oh ... ! Sus brazos en torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios... La eternidad estaba en nuestros labios y en nuestros ojos. Lenina... ¡No, no, no, no! El Salvaje saltó sobre sus pies, y, desnudo como iba, salió corriendo de la casa. Junto al límite donde empezaban los brezales crecían unas matas de enebro espinoso. John se arrojó a las matas, y estrechó, en lugar del sedoso cuerpo de sus deseos, una brazada de espinas verdes. Agudas, con un millar de puntas, lo pincharon cruelmente. John se esforzó por pensar en la pobre Linda, sin palabra ni aliento, estrujándose las manos, y en el terror indecible que aparecía en sus ojos. La pobre Linda, que había jurado no olvidar. Pero la presencia de Lenina seguía acosándole. Lenina, a quien había jurado olvidar. Aun en medio de las heridas y los pinchazos de las agujas de los enebros, su carne recalcitrante seguía consciente de ella, inevitablemente real. Cariño, cariño... si también tú me deseabas, ¿por qué no lo decías?

El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta, siempre a mano ante la posible llegada de periodistas. En un acceso de furor, el Salvaje volvió corriendo a la casa, lo cogió y lo levantó en el aire. Las cuerdas de nudos mordieron su carne.

-¡Zorra! ¡Zorra! -gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina (¡y con qué frecuencia, aun sin saberlo, deseaba que lo fuera!), blanca, cálida, perfumada, infame, a quien así azotaba-. ¡Zorra! -Y después, con voz de desesperación-: ¡Oh, Linda, perdóname! ¡Perdóname, Dios mío! Soy malo. Soy pérfido. Soy... ¡No, no, zorra, zorra!

Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a trescientos metros de distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza mayor más experto de la Sociedad Productora de Films para los sensoramas, había observado todos los movimientos del Salvaje. La paciencia y la habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte se había pasado tres días sentado en el interior del tronco de un roble artificial, tres noches reptando sobre el vientre a través de los brezos, ocultando micrófonos en las matas de aliaga, enterrando cables en la blanda arena gris. Setenta y dos horas de suprema incomodidad. Pero ahora había llegado el gran momento, el más grande desde que había tomado las espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda de unos gorilas. Espléndido -se dijo, cuando el Salvaje empezó su número-. ¡Espléndido!

Mantuvo sus cámaras telescópicas cuidadosamente enfocadas, como pegadas con cola a su móvil objetivo; les aplicó un telescopio más potente para captar un primer plano del rostro frenético y contorsionado (¡admirable!); filmó unos instantes a cámara lenta (un efecto cómico exquisito, se prometió a sí mismo)-, y, entretanto, escuchó con deleite los golpes, los gruñidos y las palabras furiosas que iban grabándose en la pista sonora del film; probó el efecto de una ligera amplificación (así, decididamente, resultaba mejor); le encantó oír, en un breve momento de pausa, el agudo canto de una alondra; deseó que el Salvaje se volviera para poder tomar un buen primer plano de la sangre en su espalda... y casi inmediatamente (¡vaya suerte!) el complaciente muchacho se volvió, y el fotógrafo pudo tomar a la perfección la vista que deseaba.

¡Bueno, ha sido estupendo! -se dijo, cuando todo hubo acabado-. ¡De primera calidad! Se secó el rostro empapado en sudor. Cuando en los estudios le hubiesen añadido los efectos táctiles, resultaría una película perfecta. Casi tan buena, pensó Darwin Bonaparte, como La vida amorosa del cachalote. ¡Lo cual, por Ford, no era poco decir!

Doce días más tarde, El Salvaje de Surrey se había estrenado ya y podía verse, oírse y palparse en todos los palacios de sensorama de primera categoría de la Europa occidental.

El efecto del film de Darwin Bonaparte fue inmediato y enorme. La tarde que siguió a la noche del estreno, la rústica soledad de John fue interrumpida bruscamente por la llegada de un vasto enjambre de helicópteros.

John estaba cavando en su huerto; y cavando también en su propia mente, revolviendo la sustancia de sus pensamientos. La muerte... E hincaba su azada una y otra vez... Y todos nuestros ayeres han iluminado para los necios el camino hacia la polvorienta muerte. Un trueno convincente rugía a través de estas palabras. John levantó una palada de tierra. ¿Por qué había muerto Linda? ¿Por qué la había dejado perder progresivamente su condición humana, y al fin...? El Salvaje sintió un escalofrío... Y al fin se había convertido en... una buena carroña para besar... Apoyó el pie en el borde de la pala y la hincó profundamente en el suelo. Somos para los dioses como moscas en manos de chiquillos caprichosos; nos matan como en un juego. Otro trueno; palabras que por sí mismas se proclamaban verdaderas; más verdaderas, en cierto modo, que la misma verdad. Y, sin embargo, el mismo Gloucester los había llamado dioses eternamente amables. Además, el mejor de los descansos es el sueño; y tú a menudo lo buscas; sin embargo, temes torpemente la muerte, que es la misma cosa.

Lo que había sido un zumbido por encima de su cabeza convirtióse en un rugido; y, de pronto, John se encontró a la sombra. Algo se había interpuesto entre el sol y él. Sobresaltado, levantó los ojos de su tarea y de sus pensamientos; levantó los ojos como deslumbrado, con la mente vagando todavía por aquel otro mundo de palabras más verdaderas que la misma verdad, concentrada todavía en las inmensidades de la muerte y la divinidad; levantó los ojos y vio, encima de él, muy cerca, el enjambre de aparatos voladores. Llegaron como una plaga de langostas, permanecieron suspendidos en el aire y, al fin, se posaron sobre los brezales, a su alrededor. De los vientres de aquellas langostas gigantescas surgían hombres con pantalones blancos de franela de viscosa, y mujeres (porque hacía calor) en pijama de shantung de acetato, o pantalones cortos de velvetón y blusas sin mangas, muy escotadas... Una pareja de cada aparato. En pocos minutos había docenas de ellos, de pie, formando un espacioso círculo alrededor del faro mirando, riendo, disparando sus cámaras fotográficas, arrojándole (como a un mono) cacahuetes, paquetes de goma de mascar de hormona sexual, galletitas panglandulares. Y constantemente -porque ahora la corriente de tráfico fluía incesante por encima de Hog's Back- su número iba en aumento. Como en una pesadilla, las docenas se convirtieron en veintenas, y las veintenas en centenares.

El Salvaje se había retirado buscando cobijo, y ahora, en la actitud de un animal acorralado, permanecía de pie, de espaldas al muro del faro, mirando aquellas caras con expresión de mudo horror como un hombre que hubiese perdido el juicio.

El impacto en su mejilla de un paquete de chicle bien dirigido lo sacó de su estupor para devolverle a la realidad. Un dolor agudo, y despertó del todo, en una explosión de ira.

-¡Fuera! -gritó.

El mono había hablado; estallaron risas. -¡Viva el buen Salvaje! ¡Viva! ¡Viva!

Y entre aquella babel de gritos, John oyó: -¡El látigo, el látigo, el látigo!

Obedeciendo a la sugestión de la palabra, John descolgó el atajo de cuerdas de nudos de su clavo, detrás de la puerta, y lo agitó, como amenazando a sus verdugos.

Brotó un clamor de irónico entusiasmo.

John avanzó amenazadoramente hacia ellos. Una mujer chilló asustada. La línea de mirones osciló en el punto amenazado más inmediatamente, pero recobró la rigidez y aguantó firme. La conciencia de contar con la superioridad numérica prestaba a aquellos mirones un valor que el Salvaje no se había supuesto.

-¿Por qué no me dejáis en paz?

En su ira había un leve matiz quejumbroso.

-¿Quieres unas almendras saladas al magnesio? -dijo el hombre que, caso de que el Salvaje siguiera avanzando, había de ser el primero en ser atacado. Y agitó una bolsita-. Son estupendas, ¿sabes? -agregó, con una sonrisa propiciatoria y algo nerviosa-. Y las sales de magnesio te mantendrán joven.

-¿Qué queréis de mí? -preguntó, volviéndose de un rostro sonriente a otro-. ¿Qué queréis de mí?

-¡El látigo! -contestó un centenar de voces, confusamente-. Haz el número del látigo. Queremos ver el número del látigo.

Entonces un grupo situado a un extremo de la línea empezó a gritar al unísono y rítmicamente:

-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!

-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!

Gritaban todos a la vez; y, embriagados por el ruido, por la unanimidad, por la sensación de comunión rítmica, daban la impresión de que hubiesen podido seguir gritando así durante horas enteras, casi indefinidamente. Pero a la vigésimo quinta repetición se produjo una súbita interrupción. Otro helicóptero procedente de la dirección de Hog's Back, permaneció unos segundos inmóvil sobre la multitud y luego aterrizó a pocos metros de donde se encontraba de pie el Salvaje, en el espacio abierto entre la hilera de mirones y el faro. El rugido de las hélices ahogó momentáneamente el griterío; después, cuando el aparato tocó tierra y los motores enmudecieron, los gritos de: ¡El látigo! ¡El látigo! se reanudaron, fuertes, insistentes, monótonos.

La puerta del helicóptero se abrió, y de él se apearon un joven rubio, de rostro atezado, y después una muchacha que llevaba pantalones cortos de pana verde, blusa blanca y gorrito de jockey.

Al ver a la muchacha, el Salvaje se sobresaltó, retrocedió, y su rostro se cubrió de súbita palidez.

La muchacha se quedó mirándole, sonriéndole con una sonrisa incierta, implorante, casi abyecta. Pasaron unos segundos. Los labios de la muchacha se movieron; debía de decir algo; pero el sonido de su voz era ahogado por los gritos rítmicos de los curiosos, que seguían vociferando su estribillo.

-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!

La muchacha se llevó ambas manos al costado izquierdo, y en su rostro de muñeca, aterciopelado como un melocotón, apareció una extraña expresión de dolor y ansiedad. Sus ojos azules parecieron aumentar de tamaño y brillar más intensamente; y, de pronto, dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Volvió a hablar, inaudiblemente; después, con un gesto rápido y apasionado, tendió los brazos hacia el Salvaje y avanzó un paso.

-¡El lá-ti-go! ¡El Látigo!

Y, de pronto, los curiosos consiguieron lo que tanto deseaban.

-¡Ramera!

El Salvaje había corrido al encuentro de la muchacha como un loco. ¡Zorra!, había gritado, como un loco, y empezó a azotarla con su látigo de cuerdas de nudos.

Aterrorizada, la joven se había vuelto, disponiéndose a huir, pero había tropezado y caído al suelo.

-¡Henry, Henry! -gritó.

Pero su atezado compañero se había ocultado detrás del helicóptero, poniéndose a salvo.

Con un rugido de excitación y delicia, la línea se quebró y se produjo una carrera convergente hacia el centro magnético de atracción. El dolor es un horror que fascina.

-¡Quema, lujuria, quema!

-¡Oh, la carne!

El Salvaje rechinó los dientes. Esta vez el látigo cayó sobre sus propios hombros.

-¡Mátala! ¡Mátala!

Arrastrados por la fascinación del horror que produce el espectáculo del dolor, e impelidos íntimamente por el hábito de cooperación, por el deseo de unanimidad y comunión que su condicionamiento había hecho arraigar en ellos, los curiosos empezaron a imitar el frenesí de los gestos del Salvaje, golpeándose unos a otros cada vez que éste azotaba su propia carne rebelde o aquella regordeta encarnación de la torpeza carnal que se retorcía sobre la maleza, a sus pies.

-¡Mátala, mátala, mátala! -seguía gritando el Salvaje.

Después, de pronto, alguien empezó a cantar: Orgía-Porfía, y al cabo de un instante todos repetían el estribillo y, cantando, habían empezado a bailar. Orgía-Porfía, vueltas y más vueltas, pegándose unos a otros al compás de seis por ocho. Orgía-Porfía...

Era más de medianoche cuando el último helicóptero despegó. Obnubilado por el soma, y agotado por el prolongado frenesí de sensualidad, el Salvaje yacía durmiendo sobre los brezos. El sol estaba muy alto cuando - despertó. Permaneció echado un momento, parpadeando a la luz, como un mochuelo, sin comprender; después, de pronto, lo recordó todo.

Se cubrió los ojos con una mano.

Aquella tarde el enjambre de helicópteros que llegó zumbando a través de Hog's Back

formaba una densa nube de diez kilómetros de longitud.

-¡Salvaje! -llamaron los primeros en llegar-. ¡Mr. Salvaje!

No hubo respuesta.

La puerta del faro estaba abierta. La empujaron y penetraron en la penumbra del interior. A través de un arco que se abría en el otro extremo de la estancia podían

ver el arranque de la escalera que conducía a las plantas superiores. Exactamente bajo la clave del arco se balanceaban unos pies.

-¡Mr. Salvaje!

Lentamente, muy lentamente, como dos agujas de brújula, los pies giraban hacia la derecha: Norte, Nordeste, Este, Sudeste, Sur, Sudsudoeste; después se detuvieron, y, al cabo de pocos segundos, giraron, con idéntica calma, hacia la izquierda: Sudsudoeste, Sur, Sudeste, Este...

Fin

miércoles, 10 de marzo de 2010

UN MUNDO FELIZ (Aldous Huxley) - 18 -

CAPÍTULO XVII
Arte, ciencia... Creo que han pagado ustedes un precio muy elevado por su felicidad - dijo el Salvaje, cuando quedaron a solas-. ¿Algo más, acaso?

-Pues... la religión, desde luego -contestó el Interventor-. Antes de la Guerra de los Nueve Años había una cosa llamada... Dios. Perdón, se me olvidaba: usted está perfectamente informado acerca de Dios, supongo.

-Bueno...

El Salvaje vaciló. Le hubiese gustado decir algo de la soledad, de la noche, de la altiplanicie extendiéndose, pálida, bajo la luna, del precipicio, de la zambullida en la oscuridad, de la muerte. Le hubiese gustado hablar de todo ello; pero no existían palabras adecuadas. Ni siquiera en Shakespeare.

El Interventor, entretanto, hablase dirigido al otro extremo de la estancia, y abría una enorme caja de caudales empotrada en la pared, entre los estantes de libros. La pesada puerta se abrió. Buscando en la penumbra de su interior, el Interventor dijo:

-Es un tema que siempre me ha interesado mucho. -Sacó de la caja un grueso volumen negro-. Supongo que usted no ha leído esto, por ejemplo.

El Salvaje cogió el libro.

-La Sagrada Biblia, con el Antiguo y el Nuevo Testamento -leyó en voz alta.

-Ni esto.

Era un libro pequeño, sin tapas.

-La Imitación de Cristo.

-Ni esto.

Y le ofreció otro volumen.

-Las Variedades de la experiencia Religiosa, de William James.

-Y aún tengo muchos más -prosiguió Mustafá Mond, volviendo a sentarse-. Toda una colección de antiguos libros pornográficos. Dios en el arca y Ford en los estantes.

Y señaló, riendo, su biblioteca oficial, los estantes llenos de libros, las hileras de carretes y rollos de cintas sonoras.

-Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo dice a los demás? -preguntó el Salvaje, indignado-. ¿Por qué no les da a leer estos libros que tratan de Dios?

-Por la misma razón por la que no les dejo leer Otelo: son antiguos; tratan del Dios de hace cientos de años. No del Dios de ahora.

-Pero Dios no cambia. -Los hombres, sí.

-Y ello, ¿produce alguna diferencia?

-Una diferencia fundamental -dijo Mustafá Mond. Volvió a levantarse y se acercó al arca-. Existió un hombre que se llamaba cardenal Newman -dijo-. Un cardenal –explicó a modo de paréntesis- era una especie de Archichantre Comunal.

-Yo, Pandulfo, cardenal de la bella Milán.

He leído acerca de ellos en Shakespeare.

-Desde luego. Bien, como le decía, existió un hombre que se llamaba cardenal Newman. ¡Ah, aquí está el libro! -Lo sacó del arca-. Y puesto que me viene a mano, sacaré también este otro. Es de un hombre que se llamó Maine de Biran. Fue un filósofo, suponiendo que usted sepa qué era un filósofo.

-Un hombre que sueña en menos cosas de las que hay en los cielos y en la tierra -dijo el Salvaje inmediatamente.

-Exacto. Después, leeré una de las cosas en que este filósofo soñó. De momento, escuche lo que decía ese antiguo Archichantre Comunal. -Abrió el libro por el punto marcado con un trozo de papel y empezó a leer-. No somos más nuestros de lo que es nuestro lo que poseemos. No nos hicimos a nosotros mismos, no podemos ser superiores de nosotros mismos. No somos nuestros propios dueños. Somos propiedad de Dios. ¿No consiste nuestra felicidad en ver así las cosas? ¿Existe alguna felicidad o algún consuelo en creer que somos nuestros? Es posible que los jóvenes y los prósperos piensen así. Es posible que éstos piensen que es una gran cosa hacerlo según su voluntad, como ellos suponen, no depender de nadie, no tener que pensar en nada invisible, ahorrarse el fastidio de tener que reconocer continuamente, de tener que rezar continuamente, de tener que referir continuamente todo lo que hacen a la voluntad de otro. Pero a medida que pase el tiempo, éstos, como todos los hombres, descubrirán que la independencia no fue hecha para el hombre que es un estado antinatural, que puede sostenerse por un momento, pero no puede llevarnos a salvo hasta el fin ... –Mustafá Mond hizo una pausa, dejó el primer libro y, cogiendo el otro, volvió unas páginas del mismo-. Vea esto, por ejemplo -dijo; y con su voz profunda empezó a leer de nuevo-. Un hombre envejece; siente en sí mismo esa sensación radical de debilidad, de fatiga, de malestar, que acompaña a la edad avanzada; y, sintiendo esto, imagina que, simplemente, está enfermo, engaña sus temores con la idea de que su desagradable estado obedece a alguna causa particular, de la cual, como de una enfermedad, espera rehacerse. ¡Vaya imaginaciones! Esta enfermedad es la vejez; y es una enfermedad terrible. Dicen que el temor a la muerte y a lo que sigue a la muerte es lo que induce a los hombres a entregarse a la religión cuando envejecen. Pero mi propia experiencia me ha convencido de que, aparte tales terrores e imaginaciones, el sentimiento religioso tiende a desarrollarse a medida que la imaginación y los sentidos se excitan menos y son menos excitables, nuestra razón halla menos obstáculos en su labor, se ve menos ofuscada por las lágrimas; los deseos y las distracciones en que solía absorberse; por lo cual Dios emerge como desde detrás de una nube; nuestra alma siente, ve, se vuelve hacia el manantial de toda luz; se vuelve, natural e inevitablemente, hacia ella; porque ahora que todo lo que daba al mundo de las sensaciones su vida y su encanto ha empezado a alejarse de nosotros, ahora que la existencia fenoménica ha dejado de apoyarse en impresiones interiores o exteriores, sentimos la necesidad de apoyarnos en algo permanente, en algo que nunca pueda fallarnos, en una realidad, en una verdad absoluta e imperecedera. Sí, inevitablemente nos volvemos hacia Dios; porque este sentimiento religioso es por naturaleza tan puro, tan delicioso para el alma que lo experimenta, que nos compensa de todas las demás pérdidas. -Mustafá Mond cerró el libro y se arrellanó en su asiento-. Una de tantas cosas del cielo y de la tierra en las que esos filósofos no soñaron fue esto -e hizo un amplio ademán con la mano-: nosotros, el mundo moderno. Sólo podéis ser independientes de Dios mientras conservéis la juventud y la prosperidad; la independencia no os llevará a salvo hasta el final. Bien, el caso es que actualmente podemos conservar y conservarnos la juventud y la prosperidad hasta el final. ¿Qué se sabe de ello? Evidentemente, que podemos ser independientes de Dios. El sentimiento religioso nos compensa de todas las demás pérdidas. Pero es que nosotros no sufrimos pérdida alguna que debamos compensar; por tanto, el sentimiento religioso resulta superfluo. ¿Por qué deberíamos correr en busca de un sucedáneo para los deseos juveniles, si los deseos juveniles nunca cejan? ¿Para qué un sucedáneo para las diversiones, si seguimos gozando de las viejas tonterías hasta el último momento? ¿Qué necesidad tenemos de reposo cuando nuestras mentes y nuestros cuerpos siguen deleitándose en la actividad? ¿Qué consuelo necesitamos, puesto que tenemos soma? ¿Para qué buscar algo inamovible, si ya tenemos el orden social?

-Entonces, ¿usted cree que Dios no existe? -preguntó el Salvaje.

-No, yo creo que probablemente existe un dios.

-Entonces, ¿por qué...?

Mustafá Mond le interrumpió.

-Pero un dios que se manifiesta de manera diferente a hombres diferentes. En los tiempos premodernos se manifestó como el ser descrito en estos libros. Actualmente...

-¿Cómo se manifiesta actualmente? -preguntó el Salvaje.

-Bueno, se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto.

-Esto es culpa de ustedes.

-Llámelo culpa de la civilización. Dios no es compatible con el maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal. Es preciso elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina y la felicidad. Por esto tengo que guardar estos libros encerrados en el arca de seguridad. Resultan indecentes. La gente quedaría asqueada si...

El Salvaje le interrumpió.

-Pero, ¿no es natural sentir que hay un Dios? -Pero la gente ahora nunca está sola –dijo Mustafá Mond-. La inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo que casi les es imposible estar solos alguna vez.

El Salvaje asintió sobriamente. En Malpaís había sufrido porque lo habían aislado de las actividades comunales del pueblo; en el Londres civilizado sufría porque nunca lograba escapar a las actividades comunales, nunca podía estar completamente solo.

-¿Recuerda aquel fragmento de El Rey Lear? -dijo el Salvaje, al fin-: Los dioses son justos, y convierten nuestros vicios de placer en instrumentos con que castigarnos; el lugar abyecto y sombrío donde te concibió le costó los ojos, y Edmundo contesta, recuérdelo, cuando está herido, agonizante: Has dicho la verdad; es cierto. La rueda ha dado la vuelta entera; aquí estoy. ¿Qué me dice de esto? ¿No parece que exista un Dios que dispone las cosas, que castiga, que premia?

-¿Sí? -preguntó el Interventor a su vez-. Puede usted permitirse todos los pecados agradables que quiera con una neutra sin correr el riesgo de que le saque los ojos la amante de su hija. La rueda ha dado una vuelta entera; aquí estoy. Pero, ¿dónde estaría Edmundo actualmente? Estaría sentado en una butaca neumática, ciñendo con un brazo la cintura de una chica, mascando un chicle de hormonas sexuales y contemplando el sensorama. Los dioses son justos. Sin duda. Pero su código legal es dictado, en última instancia, por las personas que organizan la sociedad. La Providencia recibe órdenes de los hombres.

-¿Está seguro de ello? -preguntó el Salvaje-. ¿Está completamente seguro de que Edmundo, en su butaca neumática, no ha sido castigado tan duramente como el herido que se desangra hasta morir? Los dioses son justos. ¿Acaso no han empleado estos vicios de placer como instrumento para degradarle?

-¿Degradarle de qué posición? En su calidad de ciudadano feliz, trabajador y consumidor de bienes, es perfecto. Desde luego, si usted elige como punto de referencia otro distinto del nuestro, tal vez pueda decir que ha sido degradado. Pero debe usted seguir fiel a un mismo juego de postulados. No puede jugar al Golf Electromagnético siguiendo el reglamento de Pelota Centrífuga.

-Pero el valor no reside en la voluntad particular -dijo el Salvaje-. Conservar su estima y su dignidad en cuanto que es tan precioso en sí mismo como a los ojos del tasador.

-Vamos, vamos -protestó Mustafá Mond-. ¿No le parece que esto es ya ir demasiado lejos? -Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no se permitirían a sí mismo dejarse degradar por los vicios agradables.

Tendrían una razón para soportar las cosas con paciencia, y para realizar muchas cosas valor. He podido verlo así en los indios.

-No lo dudo -dijo Mustafá Mond-. Pero nosotros no somos indios. Un hombre civilizado no tiene ninguna necesidad de soportar nada que sea seriamente desagradable. En cuanto a realizar cosas, Ford no quiere que tal idea penetre en la mente del hombre civilizado. Si los hombres empezaran a obrar por su cuenta, todo el orden social sería trastornado.

-¿Y en qué queda, entonces, la autonegación?

Si ustedes tuvieran un Dios, tendrían una razón para la autonegación.

-Pero la civilización industrial sólo es posible cuando no existe autonegación. Es precisa la autosatisfacción hasta los límites impuestos por la higiene y la economía. De otro modo las ruedas dejarían de girar.

-¡Tendrían ustedes una razón para la castidad! -dijo el Salvaje, sonrojándose ligeramente al pronunciar estas palabras.

-Pero la castidad entraña la pasión, la castidad entraña la neurastenia. Y la pasión y la neurastenia entrañan la inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización. Una civilización no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios agradables.

-Pero Dios es la razón que justifica todo lo que es noble, bello y heroico. Si ustedes tuvieran un Dios...

-Mi joven y querido amigo -dijo Mustafá Mond-, la civilización no tiene ninguna necesidad de nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas son síntomas de ineficacia política. En una sociedad debidamente organizada como la nuestra, nadie tiene la menor oportunidad de comportarse noble y heroicamente. Las condiciones deben hacerse del todo inestables antes de que surja tal oportunidad. Donde hay guerras, donde hay una dualidad de lealtades, donde hay tentaciones que resistir, objetos de amor por los cuales luchar o que defender, allá, es evidente, la nobleza y el heroísmo tienen algún sentido. Pero actualmente no hay guerras. Se toman todas las precauciones posibles para evitar que cualquiera pueda amar demasiado a otra persona.

No existe la posibilidad de elegir entre dos lealtades o fidelidades; todos están condicionados de modo que no pueden hacer otra cosa más que lo que deben hacer. Y lo que uno debe hacer resulta tan agradable, se permite el libre juego de tantos impulsos naturales, que realmente no existen tentaciones que uno deba resistir. Y si alguna vez, por algún desafortunado azar, ocurriera algo desagradable, bueno, siempre hay el soma, que puede ofrecernos unas vacaciones de la realidad. Y siempre hay el soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, tales cosas sólo podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio gramo, y listo. Actualmente, cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede llevar al menos la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco. El cristianismo sin lágrimas: esto es el soma.

-Pero las lágrimas son necesarias. ¿No recuerda lo que dice Otelo? Si después de cada tormenta vienen tales calmas, ojala los vientos soplen hasta despertar a la muerte. Hay una historia, que uno de los ancianos indios solía contarnos, acerca de la Doncella de Mátsaki. Los jóvenes que aspiraban a casarse con ella tenían que pasarse una mañana cavando en su huerto. Parecía fácil; pero en aquel huerto había moscas y mosquitos mágicos. La mayoría de los jóvenes, simplemente, no podían resistir las picaduras y el escozor. Pero el que logró soportar la prueba, se casó con la muchacha.

-Muy hermoso. Pero en los países civilizados -dijo el Interventor- se puede conseguir a las muchachas sin tener que cavar para ellas; y no hay moscas ni mosquitos que le piquen a uno. Hace siglos que nos libramos de ellos.

El Salvaje asintió, ceñudo.

-Se libraron de ellos. Sí, muy propio de ustedes. Librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Si es más noble soportar en el alma las pedradas o las flechas de la mala fortuna, o bien alzarse en armas contra un piélago de pesares y acabar con ellos enfrentándose a los mismos... Pero ustedes no hacen ni una cosa ni otra. Ni soportan ni resisten. Se limitan a abolir las pedradas y las flechas. Es demasiado fácil.

El Salvaje enmudeció súbitamente, pensando en su madre. En su habitación del piso treinta y siete, Linda había flotado en un mar de luces cantarinas y caricias perfumadas, había flotado lejos, fuera del espacio, fuera del tiempo, fuera de la prisión de sus recuerdos, de sus hábitos, de su cuerpo envejecido y abotagado. Y Tomakin, ex director de Incubadoras y Condicionamiento, Tomakin seguía todavía de vacaciones, de vacaciones de la humillación y el dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel rostro horrible ni sentir aquellos brazos húmedos y fofos alrededor de su cuello, en un mundo hermoso...

-Lo que ustedes necesitan -prosiguió el Salvaje- es algo con lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo bastante.

-Atreverse a exponer lo que es mortal e inseguro al azar, la muerte y el peligro, aunque sólo sea por una cáscara de huevo... ¿No hay algo en esto? -preguntó el Salvaje, mirando a Mustafá Mond-. Dejando aparte a Dios, aunque, desde luego, Dios sería una razón para obrar así. ¿No tiene su hechizo el vivir peligrosamente?

-Ya lo creo -contestó el Interventor-. De vez en cuando hay que estimular las glándulas suprarrenales de hombres y mujeres.

-¿Cómo? -preguntó el Salvaje, sin comprender.

-Es una de las condiciones para la salud perfecta. Por esto hemos impuesto como obligatorios los tratamientos de S.P.V.

-¿S.P.V.?

-Sucedáneo de Pasión Violenta. Regularmente una vez al mes. Inundamos el organismo con adrenalina. Es un equivalente fisiológico completo del temor y la ira. Todos los efectos tónicos que produce asesinar a Desdémona o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus inconvenientes.

-Es que a mí me gustan los inconvenientes. -A nosotros, no -dijo el Interventor-. Preferimos hacer la100s cosas con comodidad.

-Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.

-En suma -dijo Mustafá Mond-, usted reclama el derecho a ser desgraciado.

-Muy bien, de acuerdo -dijo el Salvaje, en tono de reto-. Reclamo el derecho a ser desgraciado.

-Esto, sin hablar del derecho a envejecer, a volverse feo e impotente, el derecho a tener sífilis y cáncer, el derecho a pasar hambre, el derecho a ser piojoso, el derecho a vivir en el temor constante de lo que pueda ocurrir mañana; el derecho a pillar un tifus; el derecho a ser atormentado.

Siguió un largo silencio.

-Reclamo todos estos derechos -concluyó el Salvaje.

Mustafá Mond se encogió de hombros.

-Están a su disposición -dijo.