sábado, 6 de febrero de 2010

UN MUNDO FELIZ (Aldous Huxley) - 14 -

CAPITULO XIII

Henry Foster apareció a través de la luz crepuscular del Almacén de Embriones.

-¿Quieres ir al sensorama esta noche? Lenina denegó con la cabeza, sin decir nada.

-¿Sales con otro?

A Henry le interesaba siempre saber cómo se emparejaban sus amigos.

-¿Con Benito, acaso? -preguntó.

Lenina volvió a denegar con la cabeza.

Henry observó la expresión fatigada de aquellos ojos purpúreos, la palidez de la piel bajo el brillo de lupus, y la tristeza que se revelaba en las comisuras de aquellos labios escarlata, que se esforzaban por sonreír.

-¿No estarás enferma? -preguntó, un tanto preocupado, temiendo que Lenina sufriera alguna de las escasas enfermedades infecciosas que aún subsistían.

Por tercera vez Lenina negó con la cabeza.

-De todos modos, deberías ir a ver al médico -dijo Henry-. Una visita al doctor libra de todo dolor -agregó, cordialmente, acompañando el dicho hipnopédico con una palmada en el hombro-. Tal vez necesites un Sucedáneo de Embarazo -sugirió-. O un fuerte tratamiento extra de S. P. V. Ya sabes que a veces la potencia del sucedáneo de Pasión Violenta no está a la altura de...

-¡Oh, por el amor de Ford! -dijo Lenina, rompiendo su testarudo silencio-. ¡Cállate de una vez!

Y volviéndole la espalda ocupóse de nuevo en sus embriones.

¿Conque un tratamiento de S.V.P.? Lenina se hubiese echado a reír, de no haber sido porque estaba a punto de llorar. ¡Como si no tuviera bastante con su propia P.V.! Mientras llenaba una jeringuilla suspiró prohibidamente. John... -murmuró para sí-, John... Después se preguntó: ¡Ford! ¿Le habré dado a éste la inyección contra la enfermedad del sueño? ¿O no se la he dado todavía? No podía recordarlo. Al fin decidió no correr el riesgo de administrar una segunda dosis, y pasó al frasco siguiente de la hilera.

Veintidós años, ocho meses y cuatro días más tarde, un joven y prometedor administrador Alfa-Menos, en Muanza-Muanza, moriría de tripanosomiasis, el primer caso en más de medio siglo. Suspirando, Lenina siguió con su tarea.

Una hora después, en el Vestuario, Fanny protestaba enérgicamente:

-Es absurdo que te abandones a este estado. Sencillamente absurdo -repitió-. Y todo, ¿por qué? ¡Por un hombre, por un solo hombre!

-Pero es el único que quiero.

-Como si no hubiese millones de otros hombres en el mundo.

-Pero yo no los quiero.

-¿Cómo lo sabes si no lo has intentado? -Lo he intentado.

-Pero, ¿con cuántos? -preguntó Fanny, encogiéndose despectivamente de hombros-. ¿Con uno? ¿Con dos?

-Con docenas de ellos. Y fue inútil -dijo Lenina, moviendo la cabeza.

-Pues debes perseverar -le aconsejó Fanny, sentenciosamente. Pero era evidente que su confianza en sus propias prescripciones había sido un tanto socavada-. Sin perseverancia no se consigue nada.

-Pero entretanto...

-No pienses en él.

-No puedo evitarlo.

-Pues toma un poco de soma. -Ya lo tomo.

-Pues sigue haciéndolo.

-Pero en los intervalos sigo queriéndole. Siempre le querré.

-Bueno, pues si es así -dijo Fanny con decisión-, ¿por qué no vas y te haces con él? Tanto si quiere como si no.

-¡Si supieras cuán terriblemente raro estuvo!

-Razón de más para adoptar una línea de conducta firme.

-Es muy fácil decirlo.

-No te quedes pensando tonterías. Actúa. -La voz de Fanny sonaba como una trompeta; parecía una conferenciante de la A. M. F. dando una charla nocturna a un grupo de Beta-Menos adolescente-. Sí, actúa, inmediatamente. Hazlo ahora mismo.

-Me daría vergüenza -dijo Lenina.

-Basta que tomes medio gramo de soma antes de hacerlo. Y ahora voy a darme un baño.

El timbre sonó, y el Salvaje, que esperaba con impaciencia que Helmholtz fuese a verle aquella tarde (porque, habiendo decidido por fin hablarle a Helmholtz de Lenina, no podía aplazar ni un momento más sus confidencias), saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta.

-Presentía que eras tú, Helmholtz -gritó, al tiempo que abría.

En el umbral, con un vestido de marinera blanco, de satén al acetato, y un gorrito redondo, blanco también, ladeado picaronamente hacia la izquierda, se hallaba Lenina.

-¡Ohl -exclamó el Salvaje, como si alguien acabara de asestarle un fuerte porrazo.

Medio gramo había bastado para que Lenina olvidara sus temores y su turbación.

-Hola, John -dijo, sonriendo.

Y entró en el cuarto. Maquinalmente, John cerró la puerta y la siguió. Lenina se sentó.

Sobrevino un largo silencio.

-Tengo la impresión de que no te alegras mucho de verme, John -dijo Lenina al fin.

-¿Que no me alegro?

El Salvaje la miró con expresión de reproche; después, súbitamente, cayó de rodillas ante ella y, cogiendo la mano de Lenina, la besó reverentemente.

-¿Que no me alegro? ¡Oh, si tú supieras! -susurró; y arriesgándose a levantar los ojos hasta su rostro, prosiguió-: Admirada Lenina, ciertamente la cumbre de lo admirable, digna de lo mejor que hay en el mundo.

Lenina le sonrió con almibarada ternura.

-¡Oh, tú, tan perfecta -Lenina se inclinaba hacia él con los labios entreabiertos-, tan perfecta y sin par fuiste creada -Lenina se acercaba más y más a él- con lo mejor de cada una de las criaturas! -Más cerca todavía.

Pero el Salvaje se levantó bruscamente-. Por eso -dijo, hablando sin mirarla-, quisiera hacer algo primero...

-Quiero decir, demostrarte que soy digno de ti. Ya sé que no puedo serlo, en realidad. Pero, al menos, demostrarte que no soy completamente indigno. Quisiera hacer algo.

-Pero, ¿por qué consideras necesarios...? -empezó Lenina.

Mas no acabó la frase. En su voz había sonado cierto matiz de irritación. Cuando una mujer se ha inclinado hacia delante, acercándose más y más, con los labios entreabiertos, para encontrarse de pronto, porque un zoquete se pone de pie, inclinada sobre la nada.... bueno, tiene todos los motivos para sentirse molesta, aun con medio gramo de soma en la sangre.

-En Malpaís -murmuraba incoherentemente el Salvaje-, había que llevar a la novia la piel de un león de las montañas... Quiero decir cuando uno desea casarse. O de un lobo.

-En Inglaterra no hay leones -dijo Lenina en tono casi ofensivo.

-Y aunque los hubiera -agregó el Salvaje con súbito resentimiento y despecho-, supongo que los matarían desde los helicópteros o con gas venenoso. Y esto no es lo que yo quiero, Lenina. -Se cuadró, se aventuró a mirarla y descubrió en el rostro de ella una expresión de incomprensión irritada. Turbado, siguió, cada vez con menos coherencia-. Haré algo. Lo que tú quieras. Hay deportes que son penosos, ya lo sabes.

Pero el placer que proporcionan compensa sobradamente. Esto es lo que me pasa. Barrería los suelos por ti, si lo desearas.

-¡Pero, si aquí tenemos aspiradoras! -dijo Lenina, asombrada-. No es necesario.

-Ya, ya sé que no es necesario. Pero se puede ejecutar ciertas bajezas con nobleza. Me gustaría soportar algo con nobleza. ¿Me entiendes?

-Pero si hay aspiradoras...

-No, no es esto.

-... y semienanos Epsilones que las manejan -prosiguió Lenina-, ¿por qué...?

-¿Por qué? Pues... ¡por ti! ¡Por ti! Sólo para demostrarte que yo...

-¿Y qué tienen que ver las aspiradoras con los leones...?

-Para demostrarte cuánto...

-... o con el hecho de que los leones se alegren de verme?

Lenina se exasperaba progresivamente.

-...para demostrarte cuánto te quiero, Lenina -estalló John, casi desesperadamente.

Como símbolo de la marea ascendente de exaltación interior, la sangre subió a las mejillas de Lenina.

-¿Lo dices de veras, John?

-Pero no quería decirlo -exclamó el Salvaje, uniendo con fuerza las manos en una especie de agonía-. No quería decirlo hasta que... Escucha, Lenina; en Malpaís la gente se casa.

-¿Se qué?

De nuevo la irritación se había deslizado en el tono de su voz. ¿Con qué le salía ahora?

-Se unen para siempre. Prometen vivir juntos para siempre.

-¡Qué horrible idea!

Lenina se sentía sinceramente disgustada.

-Sobreviviendo a la belleza exterior, con un alma que se renueva más rápidamente de lo que la sangre decae...

-¿Cómo?

-También así lo dice Shakespeare. Si rompes su nudo virginal antes de que todas las ceremonias santificadoras puedan con pleno y solemne rito ...

-¡Por el amor de Ford, John, no digas cosas raras! No entiendo una palabra de lo que dices. Primero me hablas de aspiradoras; ahora de nudos. Me volverás loca. –Lenina saltó sobre sus pies, y, como temiendo que John huyera de ella físicamente, como le huía mentalmente, lo cogió por la muñeca-. Contéstame a esta pregunta: ¿me quieres realmente? ¿Sí o no?

Se hizo un breve silencio; después, en voz muy baja, John dijo:

-Te quiero más que a nada en el mundo.

-Entonces, ¿por qué demonios no me lo decías -exclamó Lenina; y, su exasperación era tan intensa que clavó las uñas en la muñeca de John en lugar de divagar acerca de nudos, aspiradoras y leones y de hacerme desdichada durante semanas enteras?

Le soltó la mano y lo apartó de sí violentamente.

-Si no te quisiera tanto -dijo-, estaría furiosa contigo.

Y, de pronto, le rodeó el cuello con los brazos; John sintió sus labios suaves contra los suyos. Tan deliciosamente suaves, cálidos y eléctricos que inevitablemente recordó los besos de Tres semanas en helicóptero. ¡Oooh! ¡Oooh!, la estereoscópica rubia, y ¡Aaah!, iaaah!, el negro super-real. Horror, horror, horror... John intentó zafarse del abrazo, pero Lenina lo estrechó con más fuerza.

-¿Por qué no me lo decías? -susurró, apartando la cara para poder verle.

Sus ojos aparecían llenos de tiernos reproches.

Ni la mazmorra más lóbrega, ni el lugar más adecuado -tronaba poéticamente la voz de la conciencia-, ni la más poderosa sugestión de nuestro deseo. ¡Jamás, jamás!, decidió John.

-¡Tontuelol -decía Lenina-. ¡Con lo que yo te deseaba! Y si tú me deseabas también, ¿por qué no...?

-Pero, Lenina... -empezó a protestar John.

Y como inmediatamente Lenina deshizo su abrazo y se apartó de él, John pensó por un momento que había comprendido su muda alusión.

Pero cuando Lenina se desabrochó la cartuchera de charol blanco y la colgó cuidadosamente del respaldo de una silla, John empezó a sospechar que se había equivocado.

-¡Lenina! -repitió, con aprensión.

Lenina se llevó una mano al cuello y dio un fuerte tirón hacia abajo. La blanca blusa de marino se abrió por la costura; la sospecha se transformó en certidumbre.

-Lenina, ¿qué haces?

¡Zas, zas! La respuesta de Lenina fue muda. Emergió de sus pantalones acampanados. Su ropa interior, de una sola pieza, era como una leve cáscara rosada. La T de oro del Archichantre Comunal brillaba en su pecho.

Por esos senos que a través de las rejas de la ventana penetran en los ojos de los hombres... Las palabras cantarinas, tonantes, mágicas, la hacían aparecer doblemente peligrosa, doblemente seductora. ¡Suaves, suaves, pero cuán penetrantes! Horadando la razón, abriendo túneles en las más firmes decisiones... Los juramentos más poderosos son como paja ante el fuego de la sangre. Abstente, o de lo contrario...

¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como una manzana limpiamente partida. Unos brazos que se agitaban, el pie derecho que se levanta; después el izquierdo, y la sutil prenda queda en el suelo, sin vida y como deshinchada.

Con los zapatos y las medias puestas y el gorrito ladeado en la cabeza, Lenina se acercó a él:

-¡Amor mío, si lo hubieses dicho antes!

Lenina abrió los brazos.

Pero en lugar de decir también: ¡Amor mío! y de abrir los brazos, el Salvaje retrocedió horrorizado, rechazándola con las manos abiertas, agitándolas como para ahuyentar a un animal intruso y peligroso.

Cuatro pasos hacia atrás, y se encontró acorralado contra la pared.

-¡Cariño! -dijo Lenina; y, apoyando las manos en sus hombros, se arrimó a él-. Rodéame con tus brazos -le ordenó-. Abrázame hasta drogarme, amor mío. –También ella tenía poesía a su disposición, conocía palabras que cantaban, que eran como fórmulas mágicas y batir de tambores-. Bésame. -Lenina cerró los ojos, y dejó que su voz se convirtiera en un murmullo soñoliento-. Bésame hasta que caiga en coma. Abrázame, amor mío...

El Salvaje la cogió por las muñecas, le arrancó las manos de sus hombros y la apartó de sí a la distancia de un brazo.

-¡Uy, me haces daño, me... oh!

Lenina calló súbitamente. El terror le había hecho olvidar el dolor. Al abrir los ojos, había visto el rostro de John; no, no el suyo, sino el de un feroz desconocido, pálido, contraído, retorcido por un furor demente.

-Pero, ¿qué te pasa, John? -susurró Lenina.

El Salvaje no contestó. Se limitó a seguir mirándola a la cara con sus ojos de loco. Las manos que sujetaban las muñecas de Lenina temblaban. John respiraba afanosamente, de manera irregular. Débil, casi imperceptiblemente, pero aterrador, Lenina oyó de pronto su crujir de dientes.

-¿Qué te pasa? -dijo casi en un chillido.

Y, como si su grito lo hubiese despertado, John la cogió por los hombros y empezó a sacudirla.

-¡Ramera! -gritó-. ¡Ramera! ¡Impúdica buscona!

-¡Oh, no, no ... ! -protestó Lenina, con voz grotescamente entrecortado por las sacudidas.

-¡Ramera!

-¡Por favooor!

-¡Maldita ramera!

-Un graamo es meejor... -empezó Lenina.

El Salvaje la arrojó lejos de sí con tal fuerza que Lenina vaciló y cayó.

-Vete -gritó John, de pie a su lado, amenazadoramente-. Fuera de aquí, si no quieres que te mate.

Y cerró los puños. Lenina levantó un brazo para protegerse la cara.

-No, por favor, no, John...

-¡De prisa! ¡Rápido!

Con un brazo levantado todavía y siguiendo todos los movimientos de John con ojos de terror, Lenina se puso en pie, y semiagachada y protegiéndose la cabeza echó a correr hacia el cuarto de baño.

El ruido de la prodigiosa palmada con que John aceleró su marcha sonó como un disparo de pistola.

-¡Oh! -exclamó Lenina, pegando un salto hacia delante.

Encerrada con llave en el cuarto de baño, y a salvo, Lenina pudo hacer inventario de sus contusiones. De pie, y de espaldas al espejo, volvió la cabeza. Mirando por encima del hombro pudo ver la huella de una mano abierta que destacaba muy clara, en tono escarlata, sobre su piel nacarada. Se frotó cuidadosamente la parte dolorida.

Fuera, en el otro cuarto, el Salvaje medía la estancia a grandes pasos, de un lado para otro, al compás de los tambores y la música de las palabras mágicas. El reyezuelo se lanza a ella, y la dorada mosquita se comporta impúdicamente ante mis ojos. Enloquecedoramente, las palabras resonaban en sus oídos. Ni el vaso ni el sucio caballo se lanzan a ello con apetito más desordenado. De cintura para abajo son centauros, aunque sean mujeres de cintura para arriba. Hasta el ceñidor, son herederas de los dioses. Más abajo, todo es de los diablos. Todo: infierno, tinieblas, abismo sulfuroso, ardiente, hirviente, corrompido, consumido; ¡uf! Dame una onza de algalia, buen boticario, para endulzar mi imaginación.

-¡John! -osó decir una vocecilla que quería congraciarse al Salvaje, desde el baño-. ¡John! ¡Oh, tú, cizaña, que eres tan bella y hueles tan bien que los sentidos se perecen por ti! ¿Para escribir en él "ramera" fue hecho tan bello libro?

El cielo se tapa la nariz ante ella...

Pero el perfume de Lenina todavía flotaba a su alrededor, y la chaqueta de John aparecía blanca de los polvos que habían perfumado su aterciopelado cuerpo.

Impudica zorra, impudica zorra, impudica zorra. El ritmo inexorable seguía martilleando por su cuenta. Impúdica...

-John, ¿no podrías darme mis ropas?

El Salvaje recogió del suelo los pantalones acampanados, la blusa y la prenda interior.

-¡Abre! -ordenó, pegando un puntapié a la puerta.

-No, no quiero.

La voz sonaba asustada y desconfiada.

-Bueno, pues, ¿cómo podré darte la ropa?

-Pásala por el ventilador que está en lo alto de la puerta.

John así lo hizo, y después reanudó su impaciente paseo por la estancia. Impúdica zorra, impúdica zorra... El demonio de la Lujuria, con su redondo trasero y su dedo de patata...

-John.

El Salvaje no contestaba. Redondo trasero y dedo de patata.

-John...

-¿Qué pasa? -preguntó John, ceñudo.

-¿Te... te importaría darme mi cartuchera malthusiana?

Lenina permaneció sentada escuchando el rumor de los pasos en el cuarto contiguo y preguntándose cuánto tiempo podría seguir John andando de un lado para otro, si tendría que esperar a que saliera de su piso, o si, dejándole un tiempo razonable para que se calmara un tanto su locura, podría abrir la puerta del lavabo y salir a toda prisa.

Sus inquietas especulaciones fueron interrumpidas por el sonido del teléfono en el cuarto contiguo. El paseo de John se interrumpió bruscamente. Lenina oyó la voz del Salvaje dialogando con el silencio.

-Diga....

-Sí....

-Si no me usurpo el título a mí mismo, yo soy....

-Sí, ¿no me oyó? Mr. Salvaje al habla....

-¿Cómo? ¿Quién está enfermo? Claro que me interesa...

-Pero, ¿es grave? ¿Está mala de verdad? Iré inmediatamente...

-¿Que ya no está en sus habitaciones? ¿Adónde la han llevado.

-¡Oh, Dios mío: ¡Deme la dirección!

-Park Lane, tres, ¿no es eso? ¿Tres? Gracias.

Lenina oyó el ruido del receptor al ser colgado, y unos pasos apresurados. Una puerta se cerró de golpe.

Siguió un silencio. ¿Se habría marchado John?

Con infinitas precauciones, Lenina abrió la puerta medio centímetro y miró por la rendija; la visión del cuarto vacío la tranquilizó un tanto; abrió un poco más y asomó la cabeza; finalmente, entró de puntillas en el cuarto; se quedó escuchando atentamente, con el corazón desbocado; después echó a correr hacia la puerta de salida, la abrió, se deslizó al pasillo, la volvió a cerrar de golpe, y siguió corriendo. Y hasta que se encontró en el ascensor, bajando ya, no empezó a sentirse a salvo.

jueves, 4 de febrero de 2010

TODO GUERRERO DE LA LUZ (de Paulo Coelho)

Todo Guerrero de la Luz ya tuvo
alguna vez miedo de entrar en combate.
Todo Guerrero de la Luz ya traicionó
y mintió en el pasado.
Todo Guerrero de la Luz ya recorrió un
camino que no le pertenecía.
Todo Guerrero de la Luz ya sufrió por
cosas sin importancia.
Todo Guerrero de la Luz ya creyó que
no era un Guerrero de la Luz.

Todo Guerrero de la Luz ya falló
en sus obligaciones espirituales.
Todo Guerrero de la Luz ya dijo sí
cuando quería decir no .
Todo Guerrero de la Luz ya hirió
a alguien a quien amaba.
Por eso es un Guerrero de la Luz;
porque pasó por todo eso
y no perdió la esperanza
de ser mejor de lo que era.

domingo, 31 de enero de 2010

UN MUNDO FELIZ (Aldous Huxley) - 13 -

CAPITULO XII
Bernard tuvo que gritar a través de la puerta cerrada; el Salvaje se negaba a abrirle.

-¡Pero si están todos aquí, esperándote! -Que esperen- dijo la voz, ahogada por la puerta.

-Sabes de sobra, John -¡cuán difícil resulta ser persuasivo cuando hay que chillar a voz en grito!-, que los invité, que los invité precisamente para que te conocieran.

-Antes debiste preguntarme a mí si deseaba conocerles a ellos.

-Hasta ahora siempre viniste, John. -Precisamente por esto no quiero volver. -Hazlo sólo por complacerme -imploró Bernard.

-No.

-¿Lo dices en serio?

-Sí.

Desesperado, Bernard baló:

-Pero, ¿qué voy a hacer?

-¡Vete al infierno! -gruñó la voz exasperada desde dentro de la habitación.

-Pero, ¡si esta noche ha venido el Archichantre Comunal de Canterbury!

Bernard casi lloraba.

-Ai yaa tákwa! -Sólo en lengua zuñí podía expresar adecuadamente el Salvaje lo que pensaba del Archíchantre de Canterbury-. Háni! -agregó, como pensándolo mejor; y después, con ferocidad burlona, agregó-: Sons éso tse-ná.

Y escupió en el suelo como hubiese podido hacerlo el mismo Popé.

Al fin Bernard tuvo que retirarse, abrumado, a sus habitaciones y comunicar a la impaciente asamblea que el Salvaje no aparecería aquella noche. La noticia fue recibida con indignación. Los hombres estaban furiosos por el hecho de haber sido inducidos a tratar con cortesía a aquel tipo insignificante, de mala fama y opiniones heréticas. Cuanto más elevada era su posición, más profundo era su resentimiento.

-¡Jugarme a mí esta mala pasada! -repetía el Archichantre una y otra vez-. ¡A mí!

En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de haber sido seducidas con engaños por aquel hombrecillo raquítico, en cuyo frasco alguien había echado alcohol por error, por aquel ser cuyo físico era el propio de un Gama-Menos. Era un ultraje, y lo decían asimismo, y cada vez con voz más fuerte.

Sólo Lenina no dijo nada. Pálida, con sus ojos azules nublados por una insólita melancolía, permanecía sentada en un rincón, aislada de cuantos la rodeaban por una emoción que ellos no compartían.

Había ido a la fiesta llena de un extraño sentimiento de ansiosa exultación. Dentro de pocos minutos -se había dicho, al entrar en la estancia -lo veré, le hablaré, le diré (porque estaba completamente decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y entonces tal vez él dirá...

¿Qué diría el Salvaje? La sangre había afluido a las mejillas de Lenina.

¿Por qué se comportó de manera tan extraña la otra noche, después del sensorama? ¡Qué raro estuvo! Y, sin embargo, estoy completamente cierta de que le gusto. Estoy segura ...

En aquel momento Bernard había soltado la noticia: el Salvaje no asistiría a la fiesta.

Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan al principio de un tratamiento con sucedáneo de Pasión Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad, de aprensión, casi de náuseas. Le pareció que el corazón dejaba de latirle.

-Realmente es un poco fuerte -decía la Maestra Jefe de Eton al director de Crematorios y Recuperación del Fósforo-. Cuando pienso que he llegado a...

-Sí -decía la voz de Fanny Crowne-, lo del alcohol es absolutamente cierto. Conozco a un tipo que conocía a uno que en aquella época trabajaba en el Almacén de Embriones. Éste se lo dijo a mi amigo, y mi amigo me lo dijo a mí...

-Una pena, una pena -decía Henry Foster, compadeciendo al Archichantre Comunal-. Puede que le interese a usted saber que nuestro ex director estaba a punto de trasladarle a Islandia.

Atravesado por todo lo que se decía en su presencia, el hinchado globo de la autoconfianza de Bernard perdía por mil heridas. Pálido, derrengado, abyecto y desolado, Bernard se agitaba entre sus invitados, tartamudeando excusas incoherentes, asegurándoles que la próxima vez el Salvaje asistiría, invitándoles a sentarse y a tomar un bocadillo de carotina, una rodaja de pâtè de vitamina A, o una copa de sucedáneo de champaña. Los invitados comían, sí, pero le ignoraban; bebían y lo trataban bruscamente o hablaban de él entre sí, en voz alta y ofensivamente, como si no se hallara presente.

-Y ahora, amigos -dijo el Archichantre de Canterbury, con su hermosa y sonora voz, la voz en que conducía los oficios de las celebraciones del Día de Ford-, ahora, amigos, creo que ha llegado el momento...

Se levantó, dejó la copa, se sacudió del chaleco de viscosa púrpura las migajas de una colación considerable, y se dirigió hacia la puerta.

Bernard se lanzó hacia delante para detenerle. -¿De verdad debe marcharse, Archichantre...? Es muy temprano todavía. Yo esperaba que...

¡Oh, sí, cuántas cosas había esperado desde el momento que Lenina le había dicho confidencialmente que el Archichantre Comunal aceptaría una invitación si se la enviaba! ¡Es simpatiquísimo! Y había enseñado a Bernard la pequeña cremallera de oro, con el tirador en forma de T, que el Archichantre le había regalado en recuerdo del fin de semana que Lenina había pasado en la Cantoría Diocesana. Asistirán el Archichantre Comunal de Canterbury y Mr. Salvaje. Bernard había proclamado su triunfo en todas las invitaciones enviadas. Pero el Salvaje había elegido aquella noche, precisamente aquella noche, para encerrarse en su cuarto y gritar: Hání!, y hasta (menos mal que Bernard no entendía el zuñí) Sons éso tse-ná! Lo que había de ser el momento cumbre de toda la carrera de Bernard se había convertido en el momento de su máxima humillación.

-Había confiado tanto en que... -repetía Bernard, tartamudeando y alzando los ojos hacia el gran dignatario con expresión implorante y dolorida.

-Mi joven amigo -dijo el Archichantre Comunal en un tono de alta y solemne severidad; se hizo un silencio general-. Antes de que sea demasiado tarde. Un buen consejo. –Su voz se hizo sepulcral-. Enmiéndese, mi joven amigo, enmiéndese.

Hizo la señal de la T sobre su cabeza y se volvió.

-Lenina, querida -dijo en otro tono-. Ven conmigo.

Arriba, en su cuarto, el Salvaje leía Romeo y Julieta.

Lenina y el Archichantre Comunal se apearon en la azotea de la Cantoría.

-Date prisa, mi joven amiga..., quiero decir, Lenina -la llamó el Archichantre, impaciente, desde la puerta del ascensor.

Lenina, que se había demorado un momento para mirar la luna, bajó los ojos y cruzó rápidamente la azotea para reunirse con él.

Una nueva Teoria de Biología. Éste era el título del estudio que Mustafá Mond acababa de leer. Permaneció sentado algún tiempo, meditando, con el ceño fruncido, y después cogió la pluma y escribió en la portadilla: El tratamiento matemático que hace el autor del concepto de finalidad es nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden social, peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su publicación. Subrayó estas últimas palabras. Debe someterse a vigilancia al autor. Es posible que se imponga su traslado a la Estación Biológica Marítima de Santa Elena. Una verdadera lástima, pensó mientras firmaba. Era un trabajo excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas... bueno, nadie sabía dónde podía llegarse.

Con los ojos cerrados y extasiado el rostro, John recitaba suavemente al vacío:

¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!

Y parece pender sobre la mejilla de la noche

como una rica joya en la oreja de un etíope;

belleza excesiva para ser usada;

demasiada para la tierra.


La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El Archichantre Comunal, juguetonamente, la cogió, y tiró de ella lentamente.

Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:

-Creo que será mejor que tome un par de gramos de soma.

A aquellas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al paraíso particular de sus sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero, inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico situado encima de su cama saltaba hacia delante, con un chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic, clic... Y llegó la mañana, Bernard estaba de vuelta, entre las miserias del espacio y del tiempo. Cuando se dirigió en taxi a su trabajo en el Centro de Condicionamiento, se hallaba de muy mal humor. La embriaguez del éxito se había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por contraste con el hinchado balón de las últimas semanas, su antiguo yo parecía muchísimo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.

El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard deshinchado.

-Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís -dijo, cuando Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su fracaso-. ¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Fuera de la casucha. Ahora eres como entonces.

-Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.

-Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí.

-¡Hombre, me gusta eso! -dijo Bernard con amargura-. ¡Cuando tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se revolvieran contra mí.

Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo eran ahora su único sostén, Bernard siguió alimentando, simultáneamente con su sincero pesar, un secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de meditar un plan de pequeñas venganzas a desarrollar contra él mismo. Alimentar un agravio contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y no había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente Ayudante. Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran cualidad por encima de los demás: era vulnerable, era accesible. Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los castigos que querríamos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.

El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado, Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en sus días de prosperidad había juzgado inútil conservar, Helmholtz se la concedió.

En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le soltó toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos. Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno, de que él no era el único en hallarse en apuros. También Helmholtz había entrado en conflicto con la Autoridad.

-Fue por unos versos -le explicó Helmholtz-. Yo daba mi curso habitual de Ingeniería Emocional Superior para alumnos de tercer año. Doce lecciones, la séptima de las cuales trata de los versos. Sobre el uso de versos rimados en Propaganda Moral, para ser exactos. Siempre ilustro mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió ofrecerles como ejemplo algo que acababa de escribir. Puro desatino, desde luego; pero no pude resistir la tentación. -Se echó a reír-. Sentía curiosidad por ver cuáles serían las reacciones. Además -agregó, con más gravedad-, quería hacer un poco de propaganda; intentaba inducirles a sentir lo mismo que yo sentí al escribir aquellos versos. ¡Ford! -Volvió a reír-. ¡El escándalo que se armó! El Principal me llamó y me amenazó con expulsarme inmediatamente. Soy un hombre marcado.

-Pero, ¿qué decían tus versos? -preguntó Bernard.

-Eran sobre la soledad. Bernard arqueó las cejas. -Si quieres, te los recito. Y Helmholtz empezó:

El comité de ayer,

bastones, pero un tambor roto,

medianoche en la City,

flautas en el vacío

labios cerrados, caras dormidas,

todas las máquinas paradas,

mudos los lugares

donde se apiñaba la gente...

Todos los silencios se regocijan,

lloran (en voz alta o baja)

hablan, pero ignoro

con la voz de quién.

La ausencia de los brazos.

los senos y los labios

y los traseros de Susan

y de Egeria forman lentamente

una presencia. ¿Cuál? Y, pregunto,

¿de qué esencia tan absurda

que algo que no es

puebla, sin embargo,

la noche desierta más sólidamente

que es otra con la cual copulamos

y que tan escuálida nos parece?

-Bueno -prosiguió Helmholtz-, les puse estos versos como ejemplo, y ellos me denunciaron al Principal.

-No me sorprende -dijo Bernard-. Van en contra de todas las enseñanzas hipnopédicas. Recuerda que han recibido al menos doscientas cincuenta mil advertencias contra la soledad.

-Lo sé. Pero pensé que me gustaría ver qué efecto producía.

-Bueno, pues ya lo has visto.

Bernard pensó que, a pesar de todos sus problemas, Helmoltz parecía intensamente feliz.

Helmholtz y el Salvaje hicieron buenas migas inmediatamente. Y con tal cordialidad que Bernard sintió el mordisco de los celos. En todas aquellas semanas no había logrado intimar con el Salvaje tanto como lo logró Helmholtz inmediatamente. Mirándoles, oyéndoles hablar, más de una vez deseó no haberles presentado. Sus celos le avergonzaban y hacía esfuerzos y tomaba soma para librarse de ellos. Pero sus esfuerzos resultaban inútiles; y las vacaciones de soma tenían sus intervalos inevitables. El odioso sentimiento volvía a él una y otra vez.

En su tercera entrevista con el Salvaje, Helmholtz le recitó sus versos sobre la Soledad.

-¿Qué te parecen? -le preguntó luego.

El Salvaje movió la cabeza.

-Escucha esto -dijo por toda respuesta.

Y abriendo el cajón cerrado con llave donde guardaba su roído librote, lo abrió y leyó:

Que el pájaro de voz más sonora

posado en el solitario árbol de Arabia

sea el triste heraldo y trompeta ...

Helmholtz lo escuchaba con creciente excitación. Al oír lo del solitario árbol de Arabia se sobresaltó; tras lo de tú, estridente heraldo sonrió con súbito placer; ante el verso toda ave de ala tiránica sus mejillas se arrebolaron; pero al oír lo de música mortuoria palideció y tembló con una emoción que jamás había sentido hasta entonces. El Salvaje siguió leyendo.

La propiedad se asustó

al ver que el yo no era ya el mismo;

dos nombres para una sola naturaleza,

que ni dos ni una podía llamarse.

La razón, en sí misma confundida,

veía unirse la división ...

-¡Orgía-Porfía! -gritó Bernard, interrumpiendo la lectura con una risa estruendosa, desagradable-. Parece exactamente un himno del Servicio de Solidaridad.

Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho de apreciarse más entre sí de lo que le apreciaban a él.

Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la siguiente interrupción, la más desafortunada de todas, procedió del propio Helmholtz.

El Salvaje leía Romeo y Julieta en voz alta, con pasión intensa y estremecida (porque no cesaba de verse a sí mismo como Romeo y a Lenina en el lugar de Julieta). Helmholtz había escuchado con interés y asombro la escena del primer encuentro de los dos amantes. La escena del huerto le había hechizado con su poesía; pero los sentimientos expresados habían provocado sus sonrisas. Se le antojaba sumamente ridículo ponerse de aquella manera por el solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto, ¡cuán soberbia pieza de ingeniería emocional!

-Ese viejo escritor -dijo- hace aparecer a nuestros mejores técnicos en propaganda como unos solemnes mentecatos.

El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo marchó pasablemente bien hasta que, en la última escena del tercer acto, los padres Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que se casara con Paris. Helmholtz habíase mostrado inquieto durante toda la escena; pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta exclamaba:

¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes

que lea en el fondo de mi dolor?

¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!

Aplaza esta boda por un mes, por una semana,

o, si no quieres, prepara el lecho de bodas

en el triste mausoleo donde yace Tibaldo...

Cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una explosión de risa irreprimible.

¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse con quien ella no quería! ¿Y por qué aquella imbécil no les decía que ya estaba unida con otro a quien, por el momento al menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba irresistiblemente cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroico, había logrado hasta entonces dominar la presión ascendente de su hilaridad; pero la expresión dulce madre (pronunciada en el tembloroso tono de angustia del Salvaje) y la referencia al Tibaldo muerto, pero evidentemente no incinerado y desperdiciando su fósforo en un triste mausoleo, fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, rió interminablemente mientras el Salvaje, pálido y ultrajado, le miraba por encima del libro hasta que, viendo que las carcajadas proseguían, lo cerró indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una perla de la presencia de un cerdo, lo encerró con llave en su cajón.

-Y sin embargo -dijo Helmholtz cuando, habiendo recobrado el aliento suficiente para presentar excusas, logró que el Salvaje escuchara sus explicaciones-, sé perfectamente que uno necesita situaciones ridículas y locas como ésta; no se puede escribir realmente bien acerca de nada más. ¿Por qué ese viejo escritor resulta un técnico en propaganda tan maravilloso? Porque tenía santísimas cosas locas, extremadas, acerca de las cuales excitarse. Uno debe poder sentirse herido y trastornado; de lo contrario, no puede pensar frases realmente buenas, penetrantes como los rayos X. Pero..., ¡padres y madres! -Movió la cabeza-. No podías esperar que pusiera cara sería ante los padres y las madres. ¿Y quién va a apasionarse por si un muchacho consigue a una chica o no la consigue?

El Salvaje dio un respingo, pero Helmholtz, que miraba pensativamente el suelo, no se dio cuenta.

-No -concluyó-, no me sirve. Necesitamos otra clase de locura y de violencia. Pero, ¿qué? ¿Qué? ¿Dónde puedo encontrarla? -permaneció silencioso un momento y después, moviendo la cabeza, dijo, por fin-: No lo sé; no lo sé.

transcrito por Alejandro