martes, 8 de diciembre de 2009

UN MUNDO FELIZ - 6 -

CAPITULO V
Hacia las ocho de la noche la luz empezó a disminuir. Los altavoces de la torre del Edificio del Club de Stoke Poges anunciaron con voz atenorada, más aguda de lo normal en el hombre, el cierre de los campos de golf. Lenina y Henry abandonaron su partida y se dirigieron hacia el Club. De las instalaciones del Trust de Secreciones Internas y Externas llegaban los mugidos de los millares de animales que proporcionaban, con sus hormonas y su leche, la materia prima necesaria para la gran factoría de Farnham Royal.

Un incesante zumbido de helicópteros llenaba el aire teñido de luz crepuscular. Cada dos minutos y medio, un timbre y unos silbidos anunciaban da marcha de uno de los trenes monorraíles ligeros que llevaban a los jugadores de golf de casta inferior de vuelta a la metrópoli.

Lenina y Henry subieron a su aparato y despegaron. A doscientos cincuenta metros de altura, Henry redujo las revoluciones de la hélice y permanecieron suspendidos durante uno o dos minutos sobre el paisaje que iba disipándose. El bosque de Burham Beeches se extendía como una gran laguna de oscuridad hacia la brillante ribera del firmamento occidental. Escarlatas en el horizonte, los restos de la puesta de sol palidecían, pasando por el color anaranjado, amarillo más arriba, y finalmente verde pálido, acuoso. Hacia el Norte, más allá y por encima de los árboles, la fábrica de Secreciones Internas y Externas resplandecía con un orgulloso brillo eléctrico que procedía de todas las ventanas de sus veinte plantas. Saliendo de la bóveda de cristal, un tren iluminado se lanzó al exterior. Siguiendo su rumbo Sudeste a través de la oscura llanura, sus miradas fueron atraídas por los majestuosos edificios del Crematorio de Slough. Con vistas a la seguridad de los aviones que circulaban de noche, sus cuatro altas chimeneas aparecían totalmente iluminadas y coronadas con señales de peligro pintadas en color rojo. Eran un excelente mojón.

-¿Por qué las chimeneas tienen esa especie de balcones alrededor? preguntó Lenina.

-Recuperación del fósforo -explicó Henry telegráficamente-. En su camino ascendente por la chimenea, los gases pasan por cuatro tratamientos distintos. El P2 O5 antes se perdía cada vez que había una cremación. Actualmente se recupera más del noventa y ocho por ciento del mismo. Más de kilo y medio por cada cadáver de adulto. En total, casi cuatrocientas toneladas de fósforo anuales, sólo en Inglaterra. -Henry hablaba con orgullo, gozando de aquel triunfo como si hubiese sido suyo propio-. Es estupendo pensar que podemos seguir siendo socialmente útiles aun después de muertos. Que ayudamos al crecimiento de las plantas.

Mientras tanto, Lenina había apartado la mirada y ahora la dirigía perpendicularmente a la estación del monorraíl.

-Sí, es estupendo -convino-. Pero resulta curioso que los Alfas y Betas no hagan crecer más las plantas que esos asquerosos Gammas, Deltas y Epsilones de aquí.

-Todos los hombres son físicoquimicamente iguales -dijo Henry sentenciosamente-. Además, hasta los Epsilones ejecutan servicios indispensables.

-Hasta los Epsilones...

Lenina recordó súbitamente una ocasión en que, siendo todavía una niña, en la escuela, se había despertado en plena noche y se había dado cuenta, por primera vez, del susurro que acosaba todos sus sueños. Volvió a ver el rayo de luz de luna, la hilera de camitas blancas; oyó de nuevo la voz suave, suave, que decía (las palabras seguían presentes, no olvidadas, inolvidables después de tantas repeticiones nocturnas): Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones son útiles. No podíamos pasar sin los Epsilones. Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie... Lenina recordaba su primera impresión de temor y de sorpresa; sus reflexiones durante media hora de desvelo; y después, bajo la influencia de aquellas repeticiones interminables, la gradual sedación de la mente, la suave aproximación del sueño...

-Supongo que a los Epsilones no les importa ser Epsilones -dijo en voz alta.

-Claro que no. Es imposible. Ellos no saben en qué consiste ser otra cosa. A nosotros sí nos importaría, naturalmente. Pero nosotros fuimos condicionados de otra manera. Además, partimos de una herencia diferente.

-Me alegro de no ser una Epsilon -dijo Lenina, con acento de gran convicción.

-Y si fueses una Epsilon -dijo Henry- tu condicionamiento te induciría a alegrarte igualmente de no ser una Beta o una Alfa.

Puso en marcha la hélice delantera y dirigió el aparato hacia Londres. Detrás de ellos, al poniente, los tonos escarlata y anaranjado casi estaban totalmente marchitos; una oscura faja de nubes había ascendido por el cielo. Cuando volaban por encima del Crematorio, el aparato saltó hacia arriba, impulsado por la columna de aire caliente que surgía de las chimeneas, para volver a bajar bruscamente cuando penetró en la corriente de aire frío inmediata.

-¡Maravillosa montaña rusa! -exclamó Lenina riendo complacida.

Pero el tono de Henry, por un momento, fue casi melancólico. -¿Sabes en qué consiste esta montaña rusa? -dijo-. Es un ser humano que desaparece definitivamente. Esto era ese chorro de aire caliente. Sería curioso saber quién había sido, si hombre o mujer, Alfa o Epsilon...

-Suspiró, y después, con voz decididamente alegre, concluyó-: En todo caso, de una cosa podemos estar seguros, fuese quien fuese, fue feliz en vida. Todo el mundo es feliz, actualmente.

-Sí, ahora todo el mundo es feliz -repitió Lenina como un eco.

Habían oído repetir estas mismas palabras ciento cincuenta veces cada noche durante doce años.

Después de aterrizar en la azotea de la casa de apartamentos de Henry, de cuarenta plantas, en Westminster, pasaron directamente al comedor. En él, en alegre y ruidosa compañía, dieron cuenta de una cena excelente. Con el café sirvieron soma. Lenina tomó dos tabletas de medio gramo, y Henry, tres. A las nueve y veinte cruzaron la calle en dirección al recién inaugurado Cabaret de la Abadía de Westminster. Era una noche casi sin nubes, sin luna y estrellas; pero, afortunadamente, Lenina y Henry no se dieron cuenta de este hecho más bien deprimente. Los anuncios luminosos, en efecto, impedían la visión de las tinieblas exteriores. Calvin Stopes y sus Dieciséis Saxofonistas. En la fachada de la nueva Abadía, las letras gigantescas destellaban acogedoramente. El mejor órgano de colores y perfumes. Toda la Música Sintética más reciente.

Entraron. El aire parecía cálido y casi irrespirable a fuerza de olor de ámbar gris y madera de sándalo. En el techo abovedado del vestíbulo, el órgano de color había pintado momentáneamente una puesta de sol tropical. Los Dieciséis Saxofonistas tocaban una vieja canción de éxito: No hay en el mundo un Frasco como mi querido Frasquito. Cuatrocientas parejas bailaban un fivestep sobre el suelo brillante, pulido. Lenina y Henry se sumaron pronto a los que bailaban. Los saxofones maullaban como gatos melódicos bajo la luna, gemían en tonos agudos, atenorados, como en plena agonía. Con gran riqueza de sones armónicos, su trémulo coro ascendía hacia un clímax, cada vez más alto, más fuerte, hasta que al final, con un gesto de la mano, el director daba suelta a la última nota estruendosa de música etérea y borraba de la existencia a los dieciséis músicos, meramente humanos. Un trueno en la bemol mayor. Luego, seguía una deturgescencia gradual del sonido y de la luz, un diminuyendo que se deslizaba poco a poco, en cuartos de tono, bajando, bajando, hasta llegar a un acorde dominante susurrado débilmente, que persistía (mientras los ritmos de cinco por cuatro seguían sosteniendo el pulso, por debajo), cargando los segundos ensombrecidos por una intensa expectación. Y, al fin, la expectación llegó a su término. Se produjo un amanecer explosivo, y, simultáneamente, los dieciséis rompieron a cantar:


¡Frasco mío, siempre te he deseado!

Frasco mío, ¿por qué fui decantado?

El cielo es azul dentro de ti,

y reina siempre el buen tiempo; porque

no hay en el mundo ningún Frasco

que a mi querido Frasco pueda compararse.


Pero mientras seguían el ritmo, junto con las otras cuatrocientas parejas, alrededor de la pista de la Abadía de Westminster, Lenina y Henry bailaban ya en otro mundo, el mundo cálido y abigarrado, infinitamente agradable, de las vacaciones del soma. ¡Cuán amables, guapos y divertidos eran todos! ¡Frasco mío, siempre te he deseado! Pero Lenina y Henry tenían ya lo que deseaban... En aquel preciso momento, se hallaban dentro del frasco, a salvo, en su interior, gozando del buen tiempo y del cielo perennemente azul. Y cuando, exhaustos, los Dieciséis dejaron los saxofones y el aparato de Música Sintética empezó a reproducir las últimas creaciones en Blues Malthusianos lentos, Lenina y Henry hubieran podido ser dos embriones mellizos que girasen juntos entre las olas de un océano embotellado de sucedáneo de la sangre.

-Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches, queridos amigos... -Los altavoces velaban sus órdenes bajo una cortesía campechana y musical-. Buenas noches, queridos amigos...

Obedientemente, con todos los demás, Lenina y Henry salieron del edificio. Las deprimentes estrellas habían avanzado un buen trecho en su ruta celeste. Pero aunque el muro aislante de los anuncios luminosos se había desintegrado ya en gran parte, los dos jóvenes conservaron su feliz ignorancia de la noche.

Ingerida media hora antes del cierre, aquella segunda dosis de soma había levantado un muro impenetrable entre el mundo real y sus mentes. Metidos en su frasco ideal, cruzaron la calle; igualmente enfrascados subieron en el ascensor al cuarto de Henry, en la planta número veintiocho. Y, a pesar de seguir enfrascada y de aquel segundo gramo de soma, Lenina no se olvidó de tomar las precauciones anticoncepcionales reglamentarias. Años de hipnopedia intensiva, y, de los doce años a los dieciséis, ejercicios malthusianos tres veces por semana, habían llegado a hacer tales precauciones casi automáticas e inevitables como el parpadeo.

-Esto me recuerda -dijo al salir del cuarto de baño- que Fanny Crowne quiere saber dónde encontraste esa cartuchera de sucedáneo de cuero verde que me regalaste.

Un jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad. Después de cenar temprano en el Aphroditaeum (del cual Helmholtz había sido elegido miembro de acuerdo con la Regla 2ª), se despidió de su amigo y, llamando un taxi en la azotea, ordenó al conductor que volara hacia la Cantoría Comunal de Fordson. El aparato ascendió unos doscientos metros, luego puso rumbo hacia el Este, y, al dar la vuelta, apareció ante los ojos de Bernard, gigantesca y hermosa, la Cantoría.

¡Maldita sea, llego tarde!, exclamó Bernard para sí cuando echó una ojeada al Big Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en efecto, mientras pagaba el importe de la carrera, el Big Henry dio la hora. Ford cantó una inmensa voz de bajo a través de las trompetas de oro. Ford, Ford, Ford... nueve veces. Bernard se dirigió corriendo hacia el ascensor.

El gran auditorium para las celebraciones del Día de Ford y otros Cantos Comunitarios masivos se hallaba en la parte más baja del edificio. Encima de esta sala enorme se hallaban, cien en cada planta, las siete mil salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad para sus servicios bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres, avanzó apresuradamente por el pasillo y se detuvo, vacilando un instante, ante la puerta de la sala número 3.210; después, tomando una decisión, abrió la puerta y entró.

Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas de las doce dispuestas en torno a una mesa circular permanecían desocupadas. Bernard se deslizó hasta la más cercana, procurando llamar la atención lo menos posible, y disponiéndose a mostrar un ceño fruncido a los que llegarían después.

Volviéndose hacia él, la muchacha sentada a su izquierda le preguntó:

-¿A qué has jugado esta tarde? ¿A Obstáculos o a Electro-magnético?

Bernard la miró (¡Ford!, era Morgana Rotschild), y, sonrojándose, tuvo que reconocer que no había jugado ni a lo uno ni a lo otro. Morgana le miró asombrada. Y siguió un penoso silencio.

Después, intencionadamente, se volvió de espaldas y se dirigió al hombre sentado a su derecha, de aspecto más deportivo.

Buen principio para un Servicio de Solidaridad, pensó Bernard, compungido, y previó que volvería a fracasar en sus intentos de comunión con sus compañeros. ¡Si al menos se hubiese concedido tiempo para echar una ojeada a los reunidos, en lugar de deslizarse hasta la silla más próxima! Hubiera podido sentarse entre Fifi Bradlaugh y Joanna Diesel. Y en lugar de hacerlo así había tenido que sentarse precisamente al lado de Morgana ¡Morgana! ¡Ford! ¡Aquellas cejas negras de la muchacha! ¡O aquella ceja, mejor, porque las dos se unían encima de la nariz! ¡Ford! Y a su derecha estaba Clara Deterding. Cierto que las cejas de Clara no se unían en una sola. Pero, realmente, era demasiado neumática. En tanto que Fifi y Joanna estaban muy bien. Regordetas, rubias, no demasiado altas... ¡Y aquel patán de Tom Kawaguchi había tenido la suerte de poder sentarse entre ellas!

La última en llegar fue Sarojini Engels.

-Llega usted tarde -dijo el presidente del Grupo con severidad-. Que no vuelva a ocurrir.

El presidente se levantó, hizo la señal de la T y, poniendo en marcha la música sintética, dio suelta al suave e incansable redoblar de los tambores y al coro de instrumentos -casiviento y supercuerda- que repetía con estridencia, una y otra vez, la breve e inevitablemente pegadiza melodía del Primer Himno de Solidaridad.

Una y otra vez, y no era ya el oído el que captaba el ritmo, sino el diafragma; el quejido y estridor de aquellas armonías repetidas obsesionaba, no ya la mente, sino las entrañas suspirantes de compasión.

El presidente hizo otra vez la señal de la T y se sentó. El servicio había empezado. Las tabletas de soma consagradas fueron colocadas en el centro de la mesa. La copa del amor llena de soma en forma de helado de fresa pasó de mano en mano, con la fórmula: Bebo por mi aniquilación. Luego, con el acompañamiento de la orquesta sintética, se cantó el Primer Himno de Solidaridad:


Ford, somos doce; haz de nosotros uno solo,

como gotas en el Río Social;

haz que corramos juntos, rápidos

como tu brillante carraca.


Doce estrofas suspirantes. Después la copa del amor pasó de mano en mano por segunda vez. Ahora la fórmula era: Bebo por el Ser Más Grande. Todos bebieron. La música sonaba, incansable. Los tambores redoblaron. El clamor y el estridor de las armonías se convertían en una obsesión en las entrañas fundidas. Cantaron el Segundo Himno de Solidaridad:


¡Ven, oh Ser Más Grande, Amigo Social,

a aniquilar a los Doce-en-Uno!

Deseamos morir, porque cuando morimos nuestra

vida más grande apenas ha empezado.


Otras doce estrofas. A la sazón el soma empezaba ya a producir efectos. Los ojos brillaban, las mejillas ardían, la luz interior de la benevolencia universal asomaba a todos los rostros en forma de sonrisas felices, amistosas. Hasta Bernard se sentía un poco conmovido. Cuando Morgana Rotschild se volvió y le dirigió una sonrisa radiante, él hizo lo posible por corresponderle. Pero la ceja, aquella ceja negra, única, ¡ay!, seguía existiendo. Bernard no podía ignorarla; no podía, por mucho que se esforzara. Su emoción, su fusión con los demás no había llegado lo bastante lejos. Tal vez si hubiese estado sentado entre Fifi y Joanna... Por tercera vez la copa del amor hizo la ronda.

Bebo por la inminencia de su Advenimiento, dijo Morgana Rotschild, a quien, casualmente, había correspondido iniciar el rito circular. Su voz sonó fuerte, llena de exultación. Bebió y pasó la copa a Bernard. Bebo por la inminencia de su Advenimiento, repitió éste en un sincero intento de sentir que el Advenimiento era inminente; pero la ceja única seguía obsesionándole, y el Advenimiento, en lo que a él se refería, estaba terriblemente lejano. Bebió y pasó la copa a Clara Deterding. Volveré a fracasar -se dijo-. Estoy seguro. Pero siguió haciendo todo lo posible por mostrar una sonrisa radiante.

La copa del amor había dado ya la vuelta.

Levantando la mano, el presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el Tercer Himno de Solidaridad:


¿No sientes como llega el Ser Más Grande?

¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!

¡Fúndete en la música de los tambores!

Porque yo soy tú y tú eres yo.


A cada nuevo verso aumentaba en intensidad la excitación de las voces. El presidente alargó la mano, y de pronto una Voz, una Voz fuerte y grave, más musical que cualquier otra voz meramente humana, más rica, más cálida, más vibrante de amor, de deseo, y de compasión, una voz maravillosa, misteriosa, sobrenatural, habló desde un punto situado por encima de sus cabezas. Lentamente, muy lentamente, dijo: ¡Oh, Ford, Ford, Ford!, en una escala que descendía y disminuía gradualmente. Una sensación de calor irradió, estremecedora, desde el plexo solar a todos los miembros de cada uno de los cuerpos de los oyentes; las lágrimas asomaron en sus ojos; sus corazones, sus entrañas, parecían moverse en su interior, como dotados de vida propia... ¡Ford!, se fundían... ¡Ford!, se disolvían... Después, en otro tono, súbitamente, provocando un sobresalto, la Voz trompeteó: ¡Escuchad! ¡Escuchad! Todos escucharon. Tras una pausa, la voz bajó hasta convertirse en un susurro, pero un susurro en cierto modo más penetrante que el grito más estentóreo. Los pies del Ser Más Grande, prosiguió la Voz. El susurro casi expiró.

Los pies del Ser Más Grande están en la escalera. Y volvió a hacerse el silencio; y la expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse tensa, cada vez más tensa, casi hasta el punto de desgarramiento. Los pies del Ser Más Grande... ¡Oh, sí, los oían, oían sus pisadas, bajando suavemente la escalera, acercándose progresivamente por la invisible escalera! Los pies del Ser Más Grande. Y, de pronto, se alcanzó el punto de desgarramiento. Con los ojos y los labios abiertos, Morgana Rotschild saltó sobre sus pies.

-¡Lo oigo! -gritó-. ¡Lo oigo! -¡Viene! -chilló Sarojini Engels. -¡Sí, viene, lo oigo!

Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi se levantaron.

-¡Oh, oh, ohl -exclamó Joanna.

-¡Viene! -exlamó Jim Bokanovsky.

El presidente se inclinó hacia delante, y, pulsando un botón, soltó un delirio de címbalos e instrumentos de metal, una fiebre de tantanes.

-¡Oh, ya viene! -chilló Clara Deterding-. ¡Ay!

Y fue como si la degollaran.

Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer algo, Bernard también se levantó de un salto y gritó:

-¡Lo oigo; ya viene!

Pero no era verdad. No había oído nada, y no creía que llegara nadie. Nadie, a pesar de la música, a pesar de la exaltación creciente. Pero agitó los brazos y chilló como el mejor de ellos; y cuando los demás empezaron a sacudiese, a herir el suelo con los pies y arrastrarlos, los imitó debidamente.

Empezaron a bailar en círculo, formando una procesión, cada uno con las manos en las caderas del bailarín que le precedía; vueltas y más vueltas, gritando al unísono, llevando el ritmo de la música con los pies y dando palmadas en las nalgas que estaban delante de ellos. Doce pares de manos palmeando, como una sola; doce traseros resonando como uno solo. Doce como uno solo, doce como uno solo. Lo oigo; lo oigo venir. La música aceleró su ritmo; los pies golpeaban más de prisa, y las palmadas rítmicas se sucedían con más velocidad. Y, de pronto, una voz de bajo sintético soltó como un trueno las palabras que anunciaban la próxima unión y la consumación final de la solidaridad, el advenimiento del Doce-en-Uno, la encarnación del Ser Más Grande. Orgía-Porfía cantaba, mientras los tantanes seguían con su febril tabaleo.


Orgía-Porfía, Ford y diversión,

besad a las chicas y hacedlas Uno.

Los chicos a la una con las chicas en paz;

la Orgía-Porfía libertad os da.


Orgía-Porfía... Los bailarines recogieron el estribillo litúrgico. Orgía-Porfía, Ford y diversión, besad a las chicas y hacedlas Uno... Y mientras cantaban, las luces empezaron a oscurecerse lentamente, y al tiempo que cedía su intensidad, se hacían más cálidas, más ricas, más rojas, hasta que al fin bailaban a la escarlata luz crepuscular de un Almacén de Embriones. Orgía-Porfía... En las tinieblas fetales, color de sangre, los bailarines siguieron circulando un rato, llevando el ritmo infatigable con pies y manos. Orgía-Porfía...

Después el círculo osciló, se rompió, y cayó desintegrado parcialmente en el anillo de divanes que rodeaban con círculos concéntricos la mesa y sus sillas planetarias. Orgía-Porfía... Tiernamente, la grave Voz arrullaba y zureaba; y en el rojo crepúsculo era como si una enorme paloma negra se cerniese, benévola, por encima de los bailarines, ahora en posición supina o prona.

Se hallaban de pie en la azotea; el Big Henry acababa de dar las once. La noche era apacible y cálida.

-Fue maravilloso, ¿verdad? -dijo Fifi Bradlaugh-. ¿Verdad que fue maravilloso?

Miró a Bernard con expresión de éxtasis, pero de un éxtasis en el cual no había vestigios de agitación o excitación. Porque estar excitado es estar todavía insatisfecho.

-¿No te pareció maravilloso? -insistió, mirando fijamente a la cara de Bernard con aquellos ojos que lucían con un brillo sobrenatural.

-¡Oh, sí, lo encontré maravilloso! -mintió Bernard.

Y desvió la mirada; la visión de aquel rostro transfigurado era a la vez una acusación y un irónico recordatorio de su propio aislamiento. Bernard se sentía ahora tan desdichadamente aislado como cuando había empezado el Servicio; más aislado a causa de su vaciedad no llenada, de su saciedad mortal. Separado y fuera de la armonía, en tanto que los otros se fundían en el Ser Más Grande.

-Maravilloso de verdad -repitió.

Pero no podía dejar de pensar en la ceja de Morgana.

trascrito por Alejandro

domingo, 6 de diciembre de 2009

UN MUNDO FELIZ (Aldous Huxley) - 5 -

CAPITULO IV
El ascensor estaba lleno de hombres procedentes de los Vestuarios Alfa, y la entrada de Lenina provocó muchas sonrisas y cabezadas amistosas. Lenina era una chica muy popular, y, en una u otra ocasión, había pasado alguna noche con casi todos ellos.

Buenos muchachos -pensaba Lenina Crowne, al tiempo que correspondía a sus saludos- -¡Encantadores! Sin embargo, hubiese preferido que George Edzel no tuviera las orejas tan grandes. Quizá le habían administrado una gota de más de paratiroides en el metro 328. Y mirando a Benito Hoover no podía menos de recordar que era demasiado peludo cuando se quitó la ropa.

Al volverse, con los ojos un tanto entristecidos por el recuerdo de la rizada negrura de Benito, vio en un rincón el cuerpecillo canijo y el rostro melancólico de Bernard Marx.

-¡Bernard! -exclamó, acercándose a él-. Te buscaba. Su voz sonó muy clara por encima del zumbido del ascensor. Los demás se volvieron con curiosidad.

-Quería hablarte de nuestro plan de Nuevo Méjico.

Por el rabillo del ojo vio que Benito Hoover se quedaba boquiabierto de asombro. ¡No me sorprendería que esperara que le pidiera por ir con él otra vez! , se dijo Lenina. Luego, en voz alta, y con más valor todavía, prosiguió:

-Me encantaría ir contigo toda una semana, en julio. -En todo caso, estaba demostrando públicamente su infidelidad para con Henry. Fanny debería aprobárselo, aunque se tratara de Bernard-. Es decir, si todavía sigues deseándome -acabó Lenina, dirigiéndole la más deliciosamente significativa de sus sonrisas.

Bernard se sonrojó intensamente. ¿Por qué?, se preguntó Lenina, asombrada pero al mismo tiempo conmovida por aquel tributo a su poder.

-¿No sería mejor hablar de ello en cualquier otro sitio? -tartajeo Bernard, mostrándose terriblemente turbado.

Como si le hubiese dicho alguna inconveniencia -pensó Lenina-. No se mostraría más confundido si le hubiese dirigido una broma sucia, si le hubiese preguntado quién es su madre, o algo por el estilo.

-Me refiero a que..., con toda esta gente por aquí...

La carcajada de Lenina fue franca y totalmente ingenua.

-¡Qué divertido eres! -dijo; y de veras lo encontraba divertido-. Espero que cuando menos me avises con una semana de antelación -prosiguió en otro tono-. Supongo que tomaremos el Cohete Azul del Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de Hampstead?

Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor se detuvo.

-¡Azotea! -gritó una voz estridente.

El ascensorista era una criatura simiesca, que lucía la túnica negra de un semienano Epsilon-Menos.

-¡Azotea!

El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida gloria de la luz de la tarde le sobresaltó y le obligó a parpadear.

-¡Oh, azotea! -repitió, como en éxtasis. Era como si, súbita y alegremente, hubiese despertado de un sombrío y anonadante sopor- ¡Azotea!

Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para sonreír a sus pasajeros.

Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz empezó, muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.

-Baja -dijo-. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta decimoctava. Baja, ba...

El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón e inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.

En la azotea reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al paso de los helicópteros que cruzaban los aires; y el ronroneo más grave de los cohetes aéreos que pasaban veloces, invisibles, a través del cielo brillante, era como una caricia en el aire suave.

Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al cielo, miró luego hacia el horizonte azul y finalmente al rostro de Lenina.

-¡Qué hermoso!

Su voz temblaba ligeramente.

-Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos -contestó Lenina- -Y ahora, tengo que irme corriendo, Bernard. Henry se enfada si le hago esperar. Avísame la fecha con tiempo.

Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa azotea en dirección a los cobertizos. Bernard se quedó mirando el guiño fugitivo de las medias blancas, las atezadas rodillas que se doblaban en la carrera con vivacidad, una y otra vez, y la suave ondulación de los ajustados cortos pantalones de pana bajo la chaqueta verde botella. En su rostro aparecía una expresión dolorida.

-¡Estupenda chica! -dijo una voz fuerte y alegre detrás de él.

Bernard se sobresaltó y se volvió en redondo. El rostro regordete y rojo de Benito Hoover le miraba sonriendo, desde arriba, sonriendo con manifiesta cordialidad. Todo el mundo sabía que Benito tenía muy buen carácter. La gente decía de él que hubiese podido pasar toda la vida sin tocar para nada el soma. La malicia y los malos humores de los cuales los demás debían tomarse vacaciones nunca lo afligieron. Para Benito, la realidad era siempre alegre y sonriente.

-¡Y neumática, además! ¡Y cómo! -Luego, en otro tono, prosiguió-: Pero diría que estás un poco melancólico. Lo que tú necesitas es un gramo de soma. -Hurgando en el bolsillo derecho de sus pantalones, Benito sacó un frasquito-. Un solo centímetro cúbico cura diez pensam... Pero, ¡eh!

Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había marchado corriendo. Benito se quedó mirándolo. ¿Qué demonios le pasa a ese tipo?, se preguntó, y, moviendo la cabeza, decidió que lo que contaban de que alguien había introducido alcohol en el sucedáneo de la sangre del muchacho debía ser cierto. Le afectó el cerebro, supongo.

Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando un paquete de goma de mascar a base de hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca y, masticando, se dirigió hacia los cobertizos.

Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina llegó, estaba sentado en la cabina de piloto, esperando.

-Cuatro minutos de retraso -fue todo lo que dijo.

Puso en marcha los motores y accionó los mandos del helicóptero. El aparato ascendió verticalmente en el aire. Henry aceleró; el zumbido de la hélice se agudizó, pasando del moscardón a la avispa, y de la avispa al mosquito; el velocímetro indicaba que ascendían a una velocidad de casi dos kilómetros por minuto. Londres se empequeñecía a sus pies. En pocos segundos, los enormes edificios de tejados planos se convirtieron en un plantío de hongos geométricos entre el verdor de parques y jardines. En medio de ellos, un hongo de tallo alto, más esbelto, la Torre de Charing-T, que levantaba hacia el cielo un disco de reluciente cemento armado.

Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas flotaban en el cielo azul, por encima de sus cabezas. De una de ellas salió de pronto un pequeño insecto escarlata, que caía zumbando.

-Ahí está el Cohete Rojo -dijo Henry- que llega de Nueva York. Lleva siete minutos de retraso -agregó-.

Es escandalosa la falta de puntualidad de esos servicios atlánticos.

Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las palas situadas encima de sus cabezas descendió una octava y media, volviendo a pasar de la abeja al moscardón, y sucesivamente al abejorro, al escarabajo volador y al ciervo volante. El movimiento ascensional del aparato se redujo; un momento después se hallaban inmóviles, suspendidos en el aire. Henry movió una palanca y sonó un chasquido. Lentamente al principio, después cada vez más de prisa hasta que se formó una niebla circular ante sus ojos, la hélice situada delante de ellos empezó a girar. El viento producido por la velocidad horizontal silbaba cada vez más agudamente en los estays. Henry no apartaba los ojos del contador de revoluciones; cuando la aguja alcanzó la señal de los mil doscientos, detuvo la hélice del helicóptero. El aparato tenía el suficiente impulso hacia delante para poder volar sostenido solamente por sus alas.

Lenina miró hacia abajo a través de la ventanilla situada en el suelo, entre sus pies. Volaban por encima de la zona de seis kilómetros de parque que separaba Londres central de su primer anillo de suburbios satélites. El verdor aparecía hormigueante de vida, de una vida que la visión desde lo alto hacía aparecer achatada.

Bosques de torres de Pelota Centrífuga brillaban entre los árboles.

-¡Qué horrible es el color caqui! -observó Lenina, expresando en voz alta los prejuicios hipnopédicos de su propia casta.

Los edificios de los Estudios de Sensorama de Houslow cubrían siete hectáreas y media. Cerca de ellos, un ejército negro y caqui de obreros se afanaba revitrificando la superficie de la Gran Carretera del Oeste. Cuando pasaron volando por encima de ellos, estaban vaciando un gigantesco crisol portátil. La piedra fundida se esparcía en una corriente de incandescencias cegadoras por la superficie de la carretera; las apisonadoras de amianto iban y venían; tras un camión de riego debidamente aislado, el vapor se levantaba en nubes blancas.

En Brentford, la factoría de la Corporación de Televisión parecía una pequeña ciudad.

-Deben de relevarse los turnos -dijo Lenina.

Como áfidos y hormigas, las muchachas Garrimas, color verde hoja, y los negros Semienanos pululaban alrededor de las entradas, o formaban cola para ocupar sus asientos en los tranvías monorraíles. Betas-Menos de color de mora iban y venían entre la multitud.

Diez minutos después se hallaban en Stoke Poges y habían empezado su primera partida de Golf de Obstáculos.

2

Bernard cruzó la azotea con los ojos bajos casi todo el tiempo, o desviándolos inmediatamente si por azar tropezaban con alguna criatura humana. Era como un hombre perseguido, pero perseguido por enemigos que no deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más hostiles de lo que había supuesto, lo que le haría sentirse más culpable y más irremediablemente solo.

¡Ese antipático de Benito Hoover! Y, sin embargo, el muchacho no había tenido mala intención. Lo cual, en cierta manera, empeoraba aún más las cosas. Los que le querían bien se comportaban lo mismo que los que se querían mal. Hasta Lenina le hacía sufrir. Bernard recordaba aquellas semanas de tímida indecisión, durante las cuales había esperado, deseado o desesperado de tener jamás el valor suficiente para declarársele. ¿Se atrevería a correr el riesgo de ser humillado por una negativa despectiva? Pero si Lenina le decía que sí, ¡qué éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le había dado el sí, y, sin embargo, Bernard seguía sintiéndose desdichado, desdichado porque Lenina había juzgado que aquella tarde era estupenda para jugar al Golf de Obstáculos, porque se había alejado corriendo para reunirse con Henry Foster, porque lo había considerado a él divertido por el hecho de no querer discutir sus asuntos más íntimos en público. En suma, desdichado porque Lenina se había comportado como cualquier muchacha inglesa sana y virtuosa debía comportarse, y no de otra manera anormal.

Bernard abrió la puerta de su cobertizo y llamó a una pareja de ociosos ayudantes Delta- Menos para que sacaran su aparato de la azotea. El personal de los cobertizos pertenecía a un mismo Grupo Bokanovski, y los hombres eran mellizos, igualmente bajos, morenos y feos. Bernard les dio las órdenes pertinentes en el tono áspero, arrogante y hasta ofensivo de quien no se siente demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard, tener tratos con miembros de castas inferiores, resultaba siempre una experiencia sumamente dolorosa. Por la causa que fuera (y las murmuraciones acerca de la mezcla de alcohol en su dosis de sucedáneo de sangre probablemente eran ciertas, porque un accidente siempre es posible), el físico de Bernard apenas era un poco mejor que el del promedio de Gammas. Era ocho centímetros más bajo que el patrón Alfa, y proporcionalmente menos corpulento. El contacto con los miembros de las castas inferiores le recordaba siempre dolorosamente su insuficiencia física. Yo soy yo, y desearía no serlo. La conciencia que tenía de sí mismo era muy aguda y dolorosa. Cada vez que se descubría a sí mismo mirando horizontalmente y no de arriba abajo a la cara de un Delta, se sentía humillado. ¿Le trataría aquel ser con el respeto debido a su casta? La incógnita lo atormentaba. No sin razón. Porque los Gammas, los Deltas y los Epsilones habían sido condicionados de modo que asociaran la masa corporal con la superioridad social. De hecho, un débil prejuicio hipnopédico en favor de las personas voluminosas era universal. De ahí las risas de las mujeres a las cuales hacía proposiciones, y las bromas de sus iguales entre los hombres. Las burlas le hacían sentirse como un forastero; y, sintiéndose como un forastero, se comportaba como tal, cosa que aumentaba el desprecio y la hostilidad que suscitaban sus defectos físicos. Lo cual, a su vez, acrecentaba su sensación de soledad y extranjería. Un temor crónico a ser desairado le inducía a eludir la compañía de sus iguales, y a mostrarse excesivamente consciente de su dignidad en cuanto se refería a sus inferiores.

¡Cuán amargamente envidiaba a hombres como Henry Foster y Benito Hoover!

Perezosamente, o así se lo pareció a él, y a regañadientes, los mellizos sacaron su avión a la azotea.

-¡De prisa! -dijo Bernard, irritado.

Uno de los dos hombres lo miró. ¿Era una especie de bestial irrisión lo que Bernard captó en aquellos ojos grises sin expresión?

-¡De prisa! -gritó más fuerte.

Y en su voz sonó una desagradable ronquera.

Subió al avión y, un minuto después, volaba en dirección Sur, hacia el río.

Las diversas Oficinas de Propaganda y la Escuela de Ingeniería Emocional se albergaban en un mismo edificio de sesenta plantas, en Fleet Strcet. En los sótanos y en los pisos bajos se hallaban las prensas y las redacciones de los tres grandes diarios londinenses: El Radio Horario, el periódico de las clases altas, la Gazeta Gamma, verde pálido, y El Espejo Delta, impreso en papel caqui y exclusivamente con palabras de una sola sílaba. Después venían las Oficinas de Propaganda por Televisión, por Sensorama, y por Voz y Música Sintéticas, respectivamente: veintidós pisos de oficinas. Encima de éstos se hallaban los laboratorios de investigación y las salas almohadilladas en las cuales los Escritores de Pistas Sonoras y los Compositores Sintéticos realizaban su delicada labor. Los dieciocho pisos superiores estaban ocupados por la Escuela de Ingeniería Emocional.

Bernard aterrizó en la azotea de la Casa de la Propaganda y se apeó de su aparato.

-Llama a Mr. Helmholtz Guasón -ordenó al portero Gamma-Más- y dile que Mr. Bernard Marx le espera en la azotea.

Se sentó y encendió un cigarrillo.

Helmholtz Watson estaba escribiendo cuando le llegó el mensaje.

-Dile que voy inmediatamente -contestó. Y colgó el receptor. Después, volviéndose hacia su secretaria, prosiguió en el mismo tono oficial e impersonal-: Usted se ocupará de retirar mis cosas.

E ignorando la luminosa sonrisa de la muchacha, se levantó y se dirigió vivamente hacia la puerta.

Era un hombre corpulento, de pecho abombado, espaldas anchas, macizo, y, sin embargo, rápido en sus movimientos, ágil, flexible. La fuerte y bien redondeada columna de su cuello sostenía una cabeza muy bien formada. Tenía los cabellos negros y rizados, y los rasgos faciales muy marcados. Su apostura era agresiva, enfática; era guapo, y, como su secretaria nunca se cansaba de repetir, era, centímetro a centímetro, el prototipo de Alfa-Más. Profesor en la Escuela de Ingeniería Emocional (Departamento de Escritura), en los intervalos de sus actividades profesorales ejercía como Ingeniero de Emociones. Escribía regularmente para El Radio Horario, componía guiones para el Sensorama, y tenía un certero instinto para los slogans y las aleluyas hipnopédicas. Competente, era el veredicto de sus superiores. Y, moviendo la cabeza y bajando significativamente la voz, añadían: Quizá demasiado competente.

Sí, un tanto demasiado; tenían razón. Un exceso mental había producido en Helmholtz Watson efectos muy similares a los que en Bernard Marx eran el resultado de un defecto físico. Su inferioridad ósea y muscular había aislado a Bernard de sus semejantes, y aquella sensación de separación, que era, en relación con los standards normales, un exceso mental, se convirtió a su vez en causa de una separación más acusada.

Lo que hacía a Helmholtz tan incómodamente consciente de su propio yo y de su soledad era su desmedida capacidad. Lo que los dos hombres tenían en común era el conocimiento de que eran individuos. Pero en tanto que la deficiencia física de Bernard había producido en él, durante toda su vida, aquella conciencia de ser diferente, Helmholtz Watson no se había dado cuenta hasta fecha muy reciente de su superioridad mental y de su consiguiente diferenciación con respecto a la gente que le rodeaba. Aquel campeón de pelota sobre pista móvil, aquel amante infatigable (se decía que había tenido seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro años), aquel admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el mundo, había comprendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las actividades comunales se hallaban, en lo que a él se refería, únicamente en segundo término. En el fondo le interesaba otra cosa. Pero ¿qué? Éste era el problema que Bernard había ido a discutir con él, o, mejor, puesto que Helmholtz llevaba siempre todo el peso de la conversación, a escuchar cómo, una vez más, lo discutía su amigo.

Tres muchachas encantadoras de la Oficina de Propaganda mediante la Voz. Sintética le cortaron el paso cuando salió del ascensor.

-Querido Helmholtz, ven con nosotras a una cena campestre en Exmoor.

Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió la cabeza y se abrió paso.

-No, no.

-No invitamos a ningún otro hombre.

Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera por esta deliciosa perspectiva.

-No -repitió-. Tengo que hacer.

Y siguió avanzando resueltamente. Las muchachas lo siguieron. Y hasta que hubo subido al avión de Bernard no abandonaron la persecución. Y no sin reproches.

-¡Esas mujeres! -exclamó, al tiempo que el aparato ascendía en los aires-. ¡Esas mujeres! -Movió la cabeza y frunció el ceño-. ¡Son terribles!

Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo no hubiese deseado otra cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y con idéntica facilidad. De pronto, se sintió impulsado a vanagloriarse.

-Me llevaré a Lenina Crowne a Nuevo Méjico conmigo -dijo en un tono que quería aparecer indiferente.

-¿Sí? -dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y, tras una breve pausa, prosiguió-: Desde hace una o dos semanas he dejado los comités y las muchachas. No puedes imaginarte el alboroto que ello ha producido en la Escuela. Y, sin embargo, creo que ha merecido la pena. Los efectos... -Vaciló-. Bueno, son curiosos, muy curiosos.

Una deficiencia física puede producir una especie de exceso mental. Al parecer, el proceso era reversible.

Un exceso mental podía producir, en bien de sus propios fines, la voluntaria ceguera y sordera de la soledad deliberada, la impotencia artificial del ascetismo.

El resto del breve vuelo transcurrió en silencio. Cuando llegaron y se hubieron acomodado en los divanes neumáticos de la habitación de Bernard, Helmholtz reanudó su disquisición.

Hablando muy lentamente, preguntó:

-¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti había algo que sólo esperaba que le dieras una oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no empleas, como el agua que se desploma por una cascada en lugar de caer a través de las turbinas?

Y miró a Bernard interrogadoramente.

-¿Te refieres a todas las emociones que uno podría sentir si las cosas fuesen de otro modo?

Helmholtz movió la cabeza.

-No es esto exactamente. Me refiero a un sentimiento extraño que experimento de vez en cuando, el sentimiento de que tengo algo importante que decir y de que estoy capacitado para decirlo; sólo que no sé de qué se trata y no puedo emplear mi capacidad. Si hubiese alguna otra manera de escribir... O alguna otra cosa sobre la cual escribir... -Guardó silencio unos instantes, y, al fin, prosiguió-: Soy muy experto en la creación de frases; encuentro esa clase de palabras que le hacen saltar a uno como si se hubiese sentado en un alfiler, que parecen nuevas y excitantes aun cuando se refieran a algo que es hipnopédicamente obvio. Pero esto no me basta. No basta que las frases sean buenas; también debe ser bueno lo que se hace con ellas.

-Pero lo que tú escribes es útil, Helmholtz.

-Para lo que está destinado, sí. -Se encogió de hombros Helmholtz-. Pero su destino, ¡es tan poco trascendente! No son cosas importantes. Y yo tengo la sensación de que podría hacer algo mucho más importante. Sí, y más intenso, más violento. Pero, ¿qué? ¿Qué se puede decir, que sea más importante? ¿Y cómo se puede ser violento tratando de las cosas que esperan que uno escriba? Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan. Esta es una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos: a escribir de manera penetrante. Pero, ¿de qué sirve que te penetre un artículo sobre un Canto de Comunidad, o la última mejora en los órganos de perfumes? Además, ¿es posible hacer que las palabras sean penetrantes como los rayos X, más potentes cuando se escribe acerca de cosas como éstas? ¿Cabe decir algo acerca de nada? A fin de cuentas, éste es el problema.

-¡Silencio! -dijo Bernard-. Creo que hay alguien en la puerta -susurró.

Helmholtz se puso en pie, cruzó la estancia de puntillas, y con un movimiento rápido y brusco abrió la puerta de par en par. Naturalmente, no había nadie.

-Lo siento -dijo Bernard, sintiéndose en ridículo-. Supongo que estoy un poco nervioso. Cuando la gente empieza a sospechar de uno, acabas por sospechar también de todos.

Se pasó una mano por los ojos, suspiró y su voz se hizo quejumbrosa. Se justificaba.

-Si supieras todo lo que he tenido que aguantar últimamente... -dijo, casi llorando; y la marea ascendente de su autocompasión era como si se hubiese derrumbado la presa de un embalse-. ¡Si lo supieras!

Helmholtz le escuchaba con cierta sensación de incomodidad. ¡Pobrecillo Bernard!, se dijo. Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado por su amigo. Bernard debía dar muestras de tener un poco más de orgullo.

trascrito por Alejandro