jueves, 8 de noviembre de 2007

DIANA



Diana era un espíritu puro, inocente; su amor brillaba incólume bañando en su vibración de alegría a todo y a todos sin sombra de egoísmo. Con los demás miembros de ese equipo de exploradores de lo maravilloso, había creado un mundo ideal, basado en la cooperación y en el conocimiento de “todos somos uno”, con lo que ello implica.
Eran tiempos extraordinarios en donde el transcurrir de los días pasaba casi desapercibido, sumergidos como estaban en la construcción de una sociedad perfecta en donde cada uno sostenía al grupo y el grupo los sostenía a todos. Era simple: sólo había que dejarse llevar por las voces internas que los iban guiando, paso a paso, hacia su mejor realización. Las capacidades creativas de cada miembro de ese todo orgánico que era el equipo lo habían hecho posible y ahora era tiempo de experimentar la alegría de compartir con otras comunidades el milagro de la vida.

Y entonces llegaron ellos.
Eran muy distintos a lo que hubieran esperado, de cualidades nuevas y desconocidas. Todo un desafío a la integración. Era divertido, pues la relación con esos seres les obligaba a aprender nuevas habilidades, aunque por más que se esforzaran no alcanzaban a comprender la visión de la vida que éstos tenían y las conductas a las que esa misma visión los conducía.
Eran poseedores de una fuerte presencia física e irradiaban una energía que bien podría definirse como de “altanera humildad”. Ofrecían su servicio como consejeros en las cosas prácticas, en el trabajo manual y en las técnicas más variadas.
Diana y su equipo no necesitaban lidiar con las cosas de la materia, ellos poseían el divino don de la creación. Además, su organismo era muy sutil y se alimentaban con la energía que el universo generosamente ponía en el aire que respiraban. Su mayor satisfacción era experimentar nuevas situaciones que les pusieran en necesidad de poner en juego su potencial –para eso habían pedido participar de esta misión de exploración- y eso fue motivo suficiente para que, cada vez más, se involucraran con esos seres extraños que tan hábiles eran interactuando con el mundo de la materia.

Poco a poco estos seres -“Hartags” se llamaban a sí mismos- fueron cobrando mayor poder y comenzaron a perder la amabilidad con que se presentaron en un principio. Comenzaron a emplear la fuerza para imponerse a sus anfitriones, obligándoles a servirles en variadas tareas. Comenzaron a experimentar con animales, modificando su código genético para realizar mutaciones de acuerdo a sus necesidades y mostrando en sus experimentos su crueldad y su egoísmo.
Diana y su equipo, que habían gozado intensamente con las nuevas experiencias que los Hartags suponían, comenzaron a sentir una nueva calidad de sentimientos: descubrieron el miedo. Sí, esa emoción era absolutamente nueva y perturbadora. Además era la semilla de toda una serie de nuevas emociones que comenzaron a sentir a partir de él. Ahora comenzaban a descubrir la necesidad de defender su forma de vida, su cultura y su dignidad ante el avance arrogante de esas criaturas. Nunca antes habían tenido que defenderse de nada, ya que la fuerte vibración de amor que irradiaban les mantenía alejados de cualquier posible amenaza, pero ellos habían invitado a esos seres y ahora estaban allí.

Diana se reunió con su equipo y comenzaron a buscar una solución al problema de los Hartags. Ya habían agotado todos los recursos que conocían. Habían intentado dialogar con ellos, habían intentado pactar con ellos... pero todo había sido inútil. Los invitados eran conscientes del poder que se les había permitido desarrollar en la comunidad y se sentían muy seguros de sí mismos. No había en ellos más amor que el que sentían por sí mismos. No comprendían lo que era la compasión ni la justicia. Sólo les importaba ganar más y más poder a través de los medios que fueran.
Resolvieron abandonar su comunidad dejando todo en manos de los Hartags e irse a los bosques a comenzar una nueva vida. Después de todo, habían llegado a este planeta en busca de experiencias...
Se instalaron en los bosques y comenzaron nuevamente a vivir de acuerdo a su propia forma de sentir, siguiendo las voces internas que les guiaban en todo momento y a llenar con su amor, un amor que crea, un amor que brilla, todo cuanto les rodeaba. Sin embargo notaban que sus cuerpos se volvían más densos, más pesados, y que las voces que los guiaban ya no eran omnipresentes; pasaban largos períodos sin poder encontrar dentro de sí la seguridad del camino a recorrer.
Comenzaron a usar, para suplir a su Maestro interno, la cualidad recién nacida del pensamiento analítico. Y con el advenimiento del razonamiento advirtieron que cada cosa tiene su opuesto, que existen el bien y su opuesto, el mal; el placer y el dolor, la vida y la muerte...

Los Hartags no querían trabajar para ganarse su propio sustento. Necesitaban esclavos. Necesitaban alguien que hiciese por ellos lo que no les gustaba hacer. Los Hartags salieron de cacería a buscar a sus servidores, que en una demostración de insensibilidad y descaro, se habían fugado dejándolos librados a sus propios medios.
Alcanzaron a Diana y su equipo en los bosques, donde estaban tratando de reconstruir su vida, y se llevaron a cuantos pudieron atrapar. Mataron a tres y los demás alcanzaron a esconderse, entre ellos, Diana. A los que se llevaron los sometieron a la más brutal esclavitud.
Diana se reunió con lo que quedaba de su equipo y, entre todos, decidieron ofrecer resistencia armada a los Hartags.

Había muerto Diana, la encarnación de la inocencia. Había nacido Diana, la guerrera.
Y así fue que Diana y su equipo fueron expulsados del Paraíso.
Alejandro





domingo, 4 de noviembre de 2007

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Eran las tres de la mañana y no podía dormir. En la cocina sólo se oía el suave sonido de la lluvia y el molesto zumbido de un mosquito que Alberto ya se había cansado de espantar y que ahora se le acercaba goloso a la piel del brazo.

Ya habían pasado cinco días desde que Isabel se había ido a casa de su hermana y no tenía ninguna noticia de ella, como si se hubiera tragado la tierra, y no tenía manera alguna de comunicarse con ella -la hermana de su esposa vivía en el campo, lejos de la ruta y de cualquier poblado. Definitivamente debía esperar a que sea ella la que se comunicara, pero una sensación de peligro estaba haciéndole perder la calma. No tenía razones objetivas para sentirse así y sin embargo cada vez se sentía más preocupado y ansioso.
El viaje de Isabel había sido programado hacía ya tiempo. Era un merecido descanso que ambos habían decidido y que no suponía ningún tipo de problemas, ya que ella se encontraría en un lugar seguro y con su familia y él ya sabía que no había teléfono ni forma alguna de comunicarse. Sin embargo la angustia crecía con cada hora que pasaba. Se dijo que estaba loco, que no había razón alguna para preocuparse, que Isabel estaba bien y descansando…
Al otro día no fue a trabajar. Dio una excusa, se subió al auto y partió al campo a buscar a su esposa. Bien podría ser –era lo más seguro- que no le pasara nada, que esos sentimientos ominosos fueran producto de la soledad después de tantos años de no separarse más que para ir cada uno a su trabajo. Pero ya no podía esperar, estaba totalmente desequilibrado.
Con el acelerador a fondo tomó la ruta tres y viajó todo el día y toda la noche sin parar y ya estaba por tomar el camino de tierra que conduce a la estancia de Claudia, la hermana de Isabel, cuando la vio.

Era una nave enorme, como de un Km. de diámetro y flotaba sobre el suelo a tan baja altura que podía ver el reflejo de su rostro en la pulida superficie. Emitía un agudo sonido tan intenso que le obligó a taparse los oídos, mientras todo en derredor parecía estar suspendido en la nada y una vibración intensa penetraba hasta en la última de sus células.
Desde una de lo que parecían ser ventanillas en la nave, vio a Isabel que lo llamaba. Casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, se acercó a la nave y un poderoso haz de luz lo suspendió primero en el aire y luego, suavemente, jaló de él hasta que se encontró en el interior de un amplio recinto tenuemente iluminado. Allí lo esperaba Isabel.
¡Gracias a dios sentiste mi llamado!, dijo. Y luego: ¡Volvamos a casa Alberto!

Nadie volvió a saber nunca de Alberto e Isabel –tampoco se han preocupado en buscarlos-
Alejandro