martes, 19 de febrero de 2008

¡OHH... DIOS!

¡Ohh, ese Dios tan lejano, tan críptico en sus decisiones…!

Cuántas veces nos hemos enojado –hemos estado furiosos- con Dios porque no atiende nuestros más simples pedidos y pasa por alto nuestras más elementales necesidades.
Cuántas veces hemos perdido la fe… para recuperarla rápidamente cuando las experiencias de la vida ponen en juego nuestra propia supervivencia…

Cuántas veces se ha atacado nuestro orgullo cuando escuchamos decir que Bach, o Miguel Ángel, o cualquier otro gran genio pudo realizar sus obras porque estaba inspirado por Dios, porque su arte o su ciencia eran canalizadas desde los más altos planos espirituales… ¿Es que el ser humano es sólo capaz de realizar las pequeñas cosas de todos los días y para hacer algo sublime necesita que otro lo haga por él? ¿De dónde sale semejante despropósito?

Ese Dios tan lejano e inaccesible… ¡No existe! Es producto de una repulsiva enseñanza que nos han inculcado en forma permanente durante toda nuestra historia conocida. En realidad, Dios es la unidad de la que todos –y todo- formamos parte. Y cuando el genio trae su arte o su ciencia desde los planos espirituales, lo está trayendo de sí mismo, de su divinidad, que es la misma que la tuya o la mía. Ese orgullo humano herido sólo tiene sentido si nos encerramos en la falsa enseñanza que nos impartieron y que ya es hora de dejar de lado.

Porque si seguimos creyendo que Dios es otra cosa separada de nosotros, seguiremos sintiéndonos pobres y limitados. Y no lo somos. Somos parte de una gran totalidad todopoderosa a la que llamamos Dios

Alejandro

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