viernes, 8 de agosto de 2008

EL NUEVO ORDEN

La vida en la ciudad se le estaba volviendo muy difícil, casi imposible. Todos los días le mataban a algún amigo y todos los días dos o tres más eran interrogados por la policía del Estado.

Las voces en su cabeza no cesaban de repetirle que debía irse de allí. Que debía irse ¡ya!, pero él no sabía dónde ir; no tenía amigos en ningún otro lado, ni trabajo, ni dinero ahorrado. Sus únicos amigos, sus únicos contactos con la dimensión humana estaban allí ¡y los estaban masacrando!

Realmente, no tenía ya muchas ganas de seguir viviendo y le daría lo mismo ser detenido y muerto por la policía que seguir vegetando en ese mundo sin sentido. Sin embargo, antes de que eso ocurra, hay cosas que debo hacer – se dijo Alfredo.

Todo viaje o traslado de una persona de un lugar a otro del Imperio debía ser informado con no menos de un mes de antelación a las oficinas de Migraciones y tener motivos claros y comprobables. Salir de la ciudad sin el correspondiente permiso era causa de temibles interrogatorios y podía terminar en la prisión o la muerte (las prisiones eran escasas y tenían un costo elevado, por lo que la segunda alternativa era la más viable) Antes las cosas se podían “arreglar” con dinero, pero ahora los funcionarios de las aduanas estaban tan vigilados como el resto de la ciudadanía y no podían arriesgarse a recibir una coima. Se podía hacer cualquier cosa, pero nada que amenazara la seguridad del Estado. Y el Estado era extremadamente paranoico.

La cuestión es que Alfredo se encontraba representando el papel de ser uno más entre esa inmensa muchedumbre de hombres y mujeres que pasaban su tiempo comprando todo lo que estuviera a la venta y ganando dinero (ganar dinero era una acción que no tenía reglas definidas. Robar, matar, traicionar, corromper... eran tan válidos como trabajar, mientras no fuera muy evidente y produjera dinero) y las autoridades, prácticamente, no intervenían en nada que no fuera proteger la sociedad contra los terroristas y resguardar el dinero de las grandes corporaciones y de los bancos. Sin embargo se mantenían las apariencias y la policía tenía un cuerpo de Criminalística y seguían funcionando los tribunales. Pero de cada diez condenados, seis o más eran chivos expiatorios. ¡Nuestras autoridades no podían dejar crímenes sin resolver! (Cuestión de imagen…)

Tenía que pasar desapercibido. Quemó su agenda y borró el directorio del celular; destruyó la cinta del contestador automático y quitó de su computadora todo aquello que podría incriminarlo... Buscó afanosamente llevar una conducta personal que no desentonara con la forma en que vivía el resto de la gente de la grande y orgullosa ciudad en la que nació.

Idear una nueva forma de comportarse en su propia ciudad involucraba, por supuesto, hacer desaparecer todo vestigio de su vida anterior. Debía hacer creer a todos (y especialmente a las autoridades) que su amor por el pensamiento y la búsqueda de una identidad personal formaban parte de una rebeldía juvenil fomentada por las hormonas de la adolescencia, y que ya eran episodios de su vida que estaban totalmente superados. Que eran ahora tan sólo recuerdos simpáticos de una juventud desubicada. Pero eso no era nada fácil, ya que en el pasado había sido dirigente de algunas organizaciones culturales y líder indiscutido de un movimiento de pensadores que se oponía abiertamente al Nuevo Orden Mundial.

El Nuevo Orden era un propósito de dominio universal anunciado por la más grande potencia militar y económica de aquel entonces. Más de un presidente de aquella nación había ya anunciado esa misma intención, dando por descontado que sus planes habrían de convertirse en realidad en breve tiempo.

Claro que las actividades de Alfredo dentro del mundo de la cultura y su desafío a las autoridades habían transcurrido antes de la instauración del Imperio, cuando la represión no era tan brutal ni tan abierta y aún quedaban resabios de una prensa libre. En esos años el Estado aún tomaba ciertas precauciones antes de matar a un opositor muy conocido[1].

Ya no podía contar con sus amigos. Tanto ellos como él estaban en la misma situación: No podían verse, ni hablarse, ni mantener ningún tipo de relación, ya que eso y decir ¡aquí estamos! ¡El Imperio se puede ir a la mierda!, era lo mismo. Estaba sólo.

Pero la ciudad era inmensa y había tanta gente en ella que hacer creer su historia era difícil pero no imposible. El chip implantado en su cerebro[2] no se podía extraer, pero los datos que contenía sólo eran escaneados al solicitar un crédito, en las aduanas, o si uno era detenido por la policía, de manera que si no daba motivos para que lo detuvieran -y no pensaba exponerse a ello- podría pasar desapercibido.

No podía pensar en cambiarse el rostro ni hacer ninguna manipulación en su cuerpo, ya que todos los cirujanos plásticos estaban estrechamente vigilados y sus archivos e historias clínicas eran llevados, por ley, en computadoras conectadas en red con el Registro Imperial de las Personas. Ningún cirujano plástico se arriesgaría a atenderlo sin denunciar su trabajo.

Si lograba hacer creer que estaba rehabilitado, hasta podría pasar las aduanas, aunque, fuera donde fuera, sabía que iba a ser vigilado muy de cerca. En estas condiciones, decidió que era menos peligroso poner distancia de aquel lugar donde era tan conocido que quedarse en él,



[1] El Imperio era un único gobierno mundial de corte tiránico y absolutista. El Estado estaba constituido por los gobiernos locales de cada ciudad y estos estaban subordinados a un gobierno mundial. único y absolutista.

[2] A la edad de siete años todos los ciudadanos del imperio eran implantados quirúrgicamente con un chip. Ese era el único documento de identidad existente y, en caso de necesidad, podía ser rastreado por satélite.

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